Compañeros de viaje
A veces es grato encontrar alguien con quien hacer parte del camino. A veces. Otras maldita la gracia que tiene. Cuando un pelma a quien uno no conoce de nada se empeña en dar conversación; en un ascensor, por ejemplo. ¿De qué diablos puede hablarse en el trayecto de un ascensor, por largo que sea? Del tiempo, desde luego; del tiempo. ¿Y en un taxi? ¡Las conversaciones de los taxistas! De ahí han salido novelas y de todo, probablemente hasta asesinatos. Porque ya es insoportable la conversación de alguien que, además de imponértela, te mira a través del retrovisor a ver qué efecto causan en ti sus palabras con lo que no te queda más remedio que simular (cuando menos) que estás escuchándolas. O bien en la sala de espera de algún medio de transporte o de alguna profesión liberal (notario, dentista, etc). ¿De qué se habla en la antesala del sacamuelas? Son también conversaciones de camino porque son los momentos preparatorios para algún viaje, algún cambio en la vida. Siempre he pensado, aunque he de confesar que nunca he osado poner en práctica el pensamiento, que lo oportuno para las conversaciones impuestas por los pelmas no es enfurruñarse, meter las narices en el periódico, contestar con monosílabos como ladridos o silvar Coronel Bogley, del Puente sobre el río Kwai, sino pasar al contraataque, llevar la iniciativa y, así, ignorando cuál haya sido el enunciado del desconocido, decirle a bocajarro:
- Yo a Vd. lo conozco.
A lo que el otro, probablemente, responderá que a él no le parece que...
- Sí, sí, claro que lo conozco. ¿No ha salido Vd. por la televisión?
A estas alturas del siglo, quien no haya salido por la televisión se avergonzará de reconocerlo en público por lo que es de esperar un gesto como de satisfacción y alguna balbuceante respuesta del tipo de:
- Bueno, sí, pero...
El pero se refiere a que salió una vez en un noticiario hace diez años porque que el azar lo pilló cerca de un choque de coches y los de la tele pasaron por allí pidiendo testimonio; pero eso bastará.
- Si ya lo decía yo: Vd. es (pongamos por caso) Marifé de Triana.
Pero también vendría al pelo García Márquez o Monseñor García Gasco. Es casi seguro que el pelma se habrá percatado ya de que no hay manera de pegar hebra con el viajero y lo dejará en paz. Si se malicia uno que no ha de ser así, sin dejarlo respirar se le añade:
- Precisamente quería hablar con Vd. a propósito de un asunto delicado. Como sabe, yo soy (pongamos de nuevo por caso) el hombre del tiempo y quiero saber en dónde me van a poner en la parrilla.
Bueno, son imaginaciones. También a veces encuentra el viajero compañía grata, alguien con quien compartir un trozo de camino. No todo, por favor, que eso es muy duro. La fórmula del matrimonio, por ejemplo, al menos la que recuerda uno de las pelis: "hasta que la muerte os separe" es espantosa. Pensar que sólo la muerte pueda separarte de alguien a quien a lo mejor acabas detestando es el mejor argumento a favor del divorcio. Porque ya se sabe que el camino y la vida etc, etc. Así que alguien que viene de no se sabe dónde y se encamina a vaya Vd. a saber qué parte; alguien que camina junto a uno, a veces incluso sin hablar palabra. ¿No es grato muchas veces ir junto a alguien sin necesidad de hablar? Cada uno va a su bola y quién sabe si no es la misma bola en los dos. En todo caso lo peor para averiguarlo es eso de preguntar: "¿En qué piensas?" que es muy frecuente y para mí equivale a un casus belli porque no se me ocurre intromisión más intolerable en el libre predio de la intimidad que pretender saber qué se piensa. Es más, creo que siempre que me lo han preguntado he mentido; unas veces para agradar, otras para desagradar. Sí, ya sé que no se debe mentir; pero es claro que ese mandato no opera en situación de violencia y la preguntita de ¿en qué piensas? es violencia muy violenta. Tiendo a pensar también que eso le pasará a mucha más gente. Quizá a todo el mundo. Pero no lo sé porque no soy todo el mundo ni conozco medio alguno para saber lo que todo el mundo piensa sobre nada.
Caminar junto a otro en silencio es muy grato. Y también puede serlo hablando. Hablar con otro es entrar en un ámbito mágico en el que todo se mezcla porque todo es posible al mismo tiempo, la tierra se agiganta y las hormigas tienen el volumen de caballos, los colores se rompen en fragmentos, el cristal está lleno de voces, en un recodo del camino surge entera y verdadera la Edad Media con sus siervos, sus feudos y las Siete partidas in extenso, las palabras se subliman, se convierten en lenguas de fuego, dunas itinerantes o el galopar de la brigada ligera. Porque no es una sola palabra sino dos que surgen, se entrelazan, se encuentran y desencuentran, se aproximan, se distancian, se acarician, pelean, hacen las paces, se buscan, se pierden, se aguardan, se acoplan, juegan a desconocerse, entrechocan, se dispersan, construyen juntas y, de un tiempo a esta parte, deconstruyen juntas o por separado y se desparraman a veces en una cascada de sonidos alegres.
El juego de las palabras habladas en el diálogo es otra de las manifestaciones de la esencial condición dual del ser humano: uno mismo y el otro, con el cual el uno interactúa en una interacción que no sólo es evidencia empírica del intercambio sino elemento constitutivo del ser mismo del hombre, de la idea del yo que sólo es posible porque hay un otro del que he de suponer que también dice "yo" pero no se refiere al mismo yo que yo. La palabra es eco y únicamente como eco hace posible al hombre. Sólo porque hay otro existo a mis ojos. La idea del ser humano aislado es absurda; el hombre es un ser social y Robinson sólo puede existir primero porque empezó no siéndolo y segundo porque deja de serlo así que encuentra a Viernes. Robinson y Viernes. Tendemos a pensar en cómo cambia la vida de Robinson la aparición de Viernes y, en una prueba de eurocentrismo atroz, no nos hemos preocupado por averiguar cómo cambia la de Viernes la aparición de Robinson. Esto daría motivo para un tema literario, algo en la línea de (pero distinto) Man Friday, de Jack Gold. En todo caso esos intercambios son conflictos según como se mire porque hasta el amor es conflicto. Un conflicto incruento o no antagónico, una mutua emulación y algo que transita de la palabra a la mirada y de la mirada a la palabra.
Dialogar es una de las más maravillosas experiencias porque al hacer eso que llamamos "entendernos con otro", nos expande, nos multiplica por dos, nos deja asomarnos a otro yo que se nos ofrece con la misma curiosidad y afable entrega con que lo hacemos nosotros mismos. ¡Hablar con un semejante! ¡Y entenderse con él! Maravilloso, desde luego y dificilísimo, momento único y reñampagueante en el viajar por la vida que dura un tiempo y se destruye luego casi sin sentirlo. Y ello porque no es difícil que el otro pretenda algo que no queremos darle o nos niegue algo que nosotros deseamos. Con lo que ya está armada. Las palabras se hacen espinos y el diálogo se agría, previo a la ruptura. Por eso muchos viajeros, desconfiando de la posibilidad de encontrar alguien con quien hablar y no sintiendo especial afición, al menos de momento, por el soliloquio, se llevan algún libro. Los libros son compañeros de viaje muy cómodos porque son escogidos, no como los que nos depara el destino, no se imponen en momento alguno y están siempre dispuestos a contarnos su historia. Pero no responden salvo que el que los escribió hubiera previsto la pregunta, que hay mucho casos. El sistema FAQ no es un invento de la informática aunque ésta lo haya convertido en signo ubicuo del entendimiento universal.
¡Qué grato puede ser caminar y discurrir al tiempo! Hay cadencia entre el paso y el pensamiento. Y los objetos que nos salen al camino van también marcando el discurrir. Si uno transita por una pista forestal que atraviesa un bosque cerrado de robles no es lo mismo que cuando se cruza otro de encinas que, por sus copas, no pueden estar tan prietas como aquellos. Y en modo alguno suscitan las mismas ideas. Las encinas son árboles sagrados en muchas mitologías, simbolizan la fuerza y la justicia y eran uno de los árboles sagrados de los druidas; se siente uno protegido, espacioso, tranquilo. Los robles, en cambio, no menos sagrados, simbolizan el valor, asocia uno sus hojas lobuladas al coraje en la batalla, según la tradición germánica y se arma uno de ánimos. Y no, no es lo mismo.
Por eso, cuando se vuelve a despedir al compañero circunstancial, se hace con ánimos muy distintos. Hay gentes a las que uno pierde de vista con agrado y otras de las que es doloroso y amargo despedirse. Y eso que siendo un viaje a ninguna parte, ni siquiera está claro por qué haya que despedirse de nadie.
(La imagen es un cuadro de Giovanni Boldini, un retrato de Mrs. Colin Campbel (1894). El retrato le costó al pintor un disgusto con Mr. Colin Campbell, cosa nada difícil de imaginar pensando en el posible diálogo que pudiera haberse entablado entre el artista y la modelo).