Los orfanatos son lugares de los que la mayoría de la gente sabemos de oídas y de oídas sabemos barbaridades. El modelo quedó establecido en Oliver Twist. Pero algunos lo han experimentado en propia carne. Algunos son cientos, miles, decenas de miles a lo largo de los años. De vez en cuando estas instituciones producen un genio, alguien que surge del reino de las tinieblas para iluminar la luz de la razón de quienes tienen padre y madre como Dios manda. Es el caso de Jean Vigo en su fugaz paso por la tierra. Y el de Michel Onfray, un filósofo relativamente joven que lleva ya algún tiempo influyendo sobre la vida pública francesa en algunos de sus aspectos decisivos, por ejemplo, en las elecciones presidenciales. Véase por ejemplo el diálogo que mantuvo con el señor Sarkozy durante las elecciones presidenciales hace un año y publicado en el magazine Philosophie muy interesante, por cierto. Un filósofo que ejerce como tal en el más tradicional, clásico estilo del filosofar que es a través de una Université Populaire de Caen, especie de jardín de Epicuro contemporáneo donde se imparte filosofía sin coste alguno y sin requisitos de formación o procedencia.
En el prefacio de este último libro de Onfray traducido al español (La fuerza de existir. Manifiesto hedonista, Anagrama, Barcelona, 2008, 228 págs.) el filósofo cuenta los años de su infancia/adolescencia, de los diez a los catorce, cuando estuvo interno en un orfanato en el que lo habían dejado sus padres. Un orfanato regido por los salesianos donde había de todo como cabe imaginar. Al contar este episodio de su vida ahora lo que hace Onfray es aplicarse su propia filosofía, poner en práctica las enseñanzas que hace años viene impartiendo acerca de que la filosofía es una razón corporal para cuyo estudio y práctica se requiere un "psicoanálisis existencial" y, como predicar el psicoanálisis requiere siempre practicarlo, el prefacio del filósofo es el resultado de tal psicoanálisis, el relato de un trauma infantil que se cierra al final del libro en el momento en que al condensar el hedonismo epicureista que predica, Onfray dice: "Aspirar a un Estado mejor, a una sociedad pacificada y a una civilización feliz surge del deseo infantil." (p. 227) Ni más ni menos; que lo sepan quienes han crecido en el seno de una familia cariñosa y bien avenida así como culta.
El caso es que este relato permite ver la filosofía de Onfray con otros ojos porque se entiende de dónde sale su insistencia en que la filosofía es una egodicea, neologismo que toma de Derrida, para quien todo discurso filosófico es una justificación del yo (p. 71). Pero no sólo eso puesto que él mismo sostiene una actitud muy ambiciosa al defender una concepción de la filosofía que nada tiene que ver con la contingencia del yo, sino que se presenta como un "sistema", como un "pensamiento totalizador" (p. 83), sin que le den miedo las connotaciones del término que empezarán a lanzarle a la cara los posmodernos.
Así resulta que este libro es una especie de digesto de un sistema filosófico hedonista que contiene una ética (selectiva), una erótica (solar), una estética (cínica), una bioética (prometeica) y una política (libertaria), todo ello presidido, cómo no, por un método (alternativo). Y no haya duda, los adjetivos definen los nombres que califican, así que la ética es "selectiva" a fuer de ser ateológica y aristocrática, al tiempo que utilitaria.
No es tan claro lo "solar" de la erótica teniendo en cuenta que lo que se valora es lo que llama Onfray "la increíble potencia de lo femenino" (p. 124) que lo lleva a pedir un "feminismo libertino o un libertinaje femenino" (p. 141). No se me alcanza por dónde pueda vincularse lo femenino y lo solar como no sea yendo a la cultura germánica en la que el sol es femenino. En las culturas latinas lo solar es masculino.
En cuanto a la estética, coincido con la altísima valoración que hace Onfray de los ready mades de Marcel Duchamp, aunque pueda chirriar algo por el lado de la autosatisfacción chauvinista. Porque decir que "El golpe de Estado estético de Duchamp fragmentó por mucho tiempo el campo artístico" (p. 149) resulta un poco chocante. No por el mucho tiempo que puede ser para siempre, sino porque no hay razón aparente para colgar la "medalla" a Duchamp y no a Tzara, por jemplo.
Tampoco me queda clara la llamada bioética "prometeica" y por más explicaciones que da acerca de que la eugenesia de la salvación que él propone no trata de conseguir una "raza pura", que cuestiona toda la tradición filosófica y es "libertaria", sigue siendo una "eugenesia", esto es, una imposición de un criterio moral de "bien" (que a saber cómo se llega a él) sobre el fenómeno natural del nacimiento.
El último capítulo del libro es lo más provocador, al menos para mí, y en él se hacen cuatro apuntes, dos en contra y dos a favor, como bien corresponde a la dicotomía schmittiana amigo/enemigo, que condensa el mundo político: en contra de la lógica imperial liberal (p.199) y del "fascismo micrológico" (p. 206); a favor del nietzscheanismo de izquierda que él profesa (p. 212) y la funcionalidad del pensamiento libertario para rematar la faena de mayo del 68 (p. 216). Vaya por Dios.