¿Sirven de algo las campañas electorales? He aquí una pregunta sobre la que reflexionan y trabajan sesudos analistas, apasionados políticos, meticulosos asesores y perseverantes estudiosos. En un sistema con tendencia al bipartidismo como el español (sin contar los subsistemas catalán y vasco y, en parte, también el gallego) el electorado se divide en cinco grandes grupos y un pellizco. Los cinco grupos son: los fieles incondicionales al partido A que lo votarán haga lo que haga; los no menos fieles del partido B que harán lo mismo con el suyo; los indiferentes pero que votan siempre al gobierno que esté al mando; los indecisos, que no saben por quién votarán y los que ya saben que no votarán haya la campaña que haya. El pellizco es el formado por quienes siguen leales a terceros partidos que no aspiran a obtener una representación significativa sino simbólica y cuya esperanza reside en ser necesarios para la formación del Gobierno si ninguno de los partidos mayoritarios alcanza la mayoría absoluta. Pellizcos de estos hay varios en las CCAA con subsistemas propios pero sólo uno a escala nacional.
En esa situación, está claro que las elecciones se riñen en el terreno de los indecisos. En una aplicación laica de la paradoja de San Mateo, son los indecisos quienes acaban decidiendo las elecciones. Es a los indecisos a quienes los partidos dirigen sus campañas electorales. Los incondicionales del uno o el otro partido o el Gobierno, así como los abstencionistas (o, asimismo, los votantes en blanco) no precisan campaña alguna.
Cuanto mayor sea la cantidad de indecisos, más cuerpo se le echará a la campaña electoral, más se esforzarán los partidos en convencerlos y más interesante será el debate. Un debate sobre todas las cuestiones de la cosa pública que forma el nervio mismo de la democracia. Por supuesto, para que ese debate sea productivo es necesario que las opciones en liza compartan un mínimo terreno común de lealtad a ciertos principios. Por ejemplo: la Constitución, la organización territorial del Estado, el sistema democrático, el Estado de derecho y la economía de mercado. Si una de las partes rechaza de plano alguno de aquellos enunciados o todos, el debate no solo carece de sentido sino que es imposible. Es lo que sucede, por ejemplo, con la llamada izquierda abertzale, que rechaza varios de los principios supramencionados. Su empeño en participar en las instituciones es meramente instrumental y demostrativo, sin genuino interés en una búsqueda discursiva y consensuada de una vía de acuerdo con opciones alternativas que es la esencia de la democracia. Lo suyo es "todo" o "nada" y, como el "todo" implica la exclusión de la abrumadora mayoría, el resultado para dicha izquierda es que queda en "nada".
De aquí al nueve de marzo, pues, el atento público tendrá ocasión de asistir al debate sobre la gobernación del Estado en todos aquellos aspectos que son de interés general y muchos otros que, no siendo de tal interés, convienen a los políticos o los políticos piensan que les convienen. De hecho ya se inició el otro día entre los dos responsables de economía y finanzas de los dos partidos mayoritarios, debate que por fín pude ver en Youtube (¡gracias, Démeter!) y que se saldó no con la victoria del señor Solbes sobre el señor Pizarro, sino con la de una visión socialdemócrata, reformista, del capitalismo y continuadora de la labor realizada en los cuatro años pasados, frente a otra neoliberal de una economía de mercado. Eso es lo verdaderamente importante. Por supuesto que el señor Pizarro es no solamente un bluff, sino un verdadero negado. Pero, aunque hubiera sido mudo, si las ideas que defiende fueran intrínsecamente mejores que las socialdemócratas, se hubieran impuesto.
Esa es la enseñanza que a mi modesto entender hay que sacar del referido debate, como será la que haya que sacar del debate entre el señor Rajoy y el señor Rodríguez Zapatero... si hay debate, pues sigo sin tenerlas todas conmigo. Es tan obvio que a los populares no les interesa que me extrañará que se produzca. Porque no es solamente que el señor Rajoy tenga mucho menor nivel dialéctico que su adversario, es que carece de una línea argumental de alguna consistencia. El programa neoliberal de los años ochenta del siglo XX, el que arrancó con la señora Thatcher y el señor Reagan está agotado; sirvió para corregir los excesos intervencionistas del Estado del bienestar y abrir el camino a la globalización. Ahora no sabe dar respuestas a los problemas generados por la aplicación de sus medidas. Son los socialdemócratas, acorralados durante el largo periodo de hegemonía neoliberal y forzados a mejorar su discurso quienes han acabdo encontrando un programa renovado frente al que los neoliberales sólo pueden recurrir, como hacen los españoles, al insulto y el berrido. El señor Rajoy, como el señor Pizarro, no tiene propuesta alguna; como tampoco la tienen sus intelectuales orgánicos, los que sueltan exabruptos desde las ondas o emborronan papel en sus periódicos.
Seguramente la concepción del republicanismo cívico que los socialistas españoles han abrazado como tabla de salvación no tiene románticos perfiles revolucionarios ni llama a una transformación radical de la sociedad. Pero tiene la consistencia necesaria para fundamentar un programa de lo que Habermas llama "reformismo radical", propio de una democracia madura y suficiente para atraer el voto de una mayoría de ciudadanos interesada en convivir en una sociedad democrática equilibrada, progresiva y razonante.
¿Conseguirá la campaña convencer a los votantes indecisos? Mi opinión es que tampoco hará falta porque esos votantes dicen que están indecisos por prudencia, pero no lo están. ¿Por qué dan por mayoría ganador al señor Solbes frente al señor Pizarro? Porque dan ganadora a la visión socialdemócrata frente a la neoliberal de corte reaccionario. Lo que sucede es que no quieren decirlo porque los neoliberales españoles, agresivos, amenazadores, intimidatorios y truculentos, meten miedo.
La cuestión, pues, ya no es si la campaña servirá para algo, sino si los conservadores españoles aprenderán de la amarga derrota que los espera y comprenderán que su actitud agresiva y violenta es contraproducente en una sociedad libre en la que el voto es secreto.