dijous, 24 de gener del 2008

Los asesinatos de Oxford.

Cumplido mi ciudadano deber me largué a ver la peli de Alex de la Iglesia, The Oxford Murders que me la habían metido hasta en los telediarios. Y, en verdad, estoy perplejo. Todo lo que leo y oigo por ahí es ditirámbico. Conclusión: una obra maestra. Pues será y yo un zote absoluto absolutamente incapaz de apreciarla. Salvo que la peli vaya de coña (pero de coña al estilo de El Quijote, o sea una peli para reírse de las pelis como ella misma), la verdad es que es algo insólito. Insisto en que tiene que ser de broma y yo carecer de todo sentido del humor porque me pareció que iba en serio, esto es, una historia de intriga y misterios, con muertos por medio, serial killings, algo espeluznante y un viaje vertiginoso a las profundidades de la inteligencia humana, el infinito poder del mal, la eterna lucha entre el azar y la necesidad... creo que estoy perdiéndome; pero, vamos que es una historia así. Tengo entendido que, detrás de la película, hay una novela de un argentino. Eso ya explica algo porque, por Dios que si Wittgenstein llega a enterarse de que su grave apotegma final del Tractatus ("de aquello de lo que no se puede hablar hay que callarse") iba a dar paso a un torrente de vana palabrería de casi dos horas, hubiera comprendido la inutilidad de su taciturna sentencia. Porque, después de Witgenstein, vienen Heisenberg, Fibonacci, el número aúreo, el pi, unos símbolos pitagóricos que no había visto en mi vida, salvo el tetraktis, claro, y un tal Bormat que, en mi ignorancia, he tomado por una metáfora de Fermat o quizá como un avatar suyo, que esto de los avatares es muy común hoy en second life.

Es un poco sorprendente: después de un comienzo así como truculento y de mucha prosopopeya académica (que recuerda un poco un par de lecciones médicas célebres en el mundo, como la que da el Dr. Jeckyll al comienzo de una de las diversas versiones del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde) se plantea una controversia entre el ilustre profesor y el disparatado pero brillante alumno americano (que, por cierto, sonaba tan americano como como yo) que no entendí o es un puro dislate. Defiende el profesor la validez radical del positivismo vienés y le contesta el alumno reivindicando el número pi, la proporción aúrea y los números de Fibonacci (que no sé qué pintan aquí) que es, justamente, lo que sostiene el positivismo: únicamente merece la pena lo medible, lo cuantificable, los números, los únicos lógicos, llámense pi, aureos, de Fibonacci o irracionales, que es por donde va la cosa.

El resto es un atropellado relato en el que el director ha querido embutir todo lo que pudiera y el resultado un galimatías tanto más difícil de soportar cuanto que viene acompañado de un discurso recurrente sobre el carácter necesario y terrible de la lógica y la inapelabilidad de sus fallos, así como una rivalidad continua entre los dos protagonistas a ver cuál es más inteligente que el otro y hasta dónde llega. Esto es, algo así como un viaje iniciático del joven yakee a manos de un profe de Oxford que tiene algo de maestro zen.

No dudo de las cualidades interpretativas de los protagonistas, el maduro y el joven, así cómo las dos mujeres, una de las cuales se pasa media peli en cueros y hace bien porque es muy hermosa; todos son muy buenos actores, aunque con cierta tendencia al overacting y tienen la ímproba tarea de hacer verosímil una alambicada y confusa historia cuyo desinterés crece aceleradamente hasta el punto de que, al tratarse de una historia de serial killings uno empieza a preguntarse qué cantidad de muertes sorprendentes tendrá uno que tragar hasta que se aclare el misterio. Con la relativa ventaja de que el misterio no se aclara porque no lo hay. Hay muchos misterios y, como diría una crítica de la famosa revista yankee Mad, empezando por el de ¿por qué se ha rodado una peli así?