En las próximas elecciones legislativas, y si los asesores del señor Rajoy no se lo desaconsejan, habrá debate televisivo entre los señores Rodríguez Zapatero y Rajoy, a petición del presidente del Gobierno.
En España un ochenta y ocho por ciento de la gente confiesa ver la televisión (¡y con una media de 221 minutos, o sea tres horas y cuarenta y un minutos, por persona y día!) frente a un cincuenta y cinco que escucha la radio y un cuarenta y uno que lee los diarios, todo ello según los últimos datos, hasta mayo de este año, del Estudio General de Medios. Parecería lógico que los políticos se desvivieran por realizar esos debates que hasta debieran ser obligatorios. Y, sin embargo, no es así. Pierden la chaveta, desde luego, por aparecer en la pantalla en condiciones que les sean favorables, pero huyen como de la peste de los debates prolongados, pormenorizados, en donde pueden quedar patentes sus defectos o insuficiencias. En nuestro país esto pasa con algunos políticos conservadores; no todos. Quieren la tele, pero sólo para manipularla, como hacen a mansalva en TeleMadrid y que no se sometan a fiscalización sus propuestas, sus ideas, sus planes. No porque no los tengan sino porque saben muy bien que si los explicitan antes de las elecciones las pierden.
Los dos últimos debates electorales televisados en España (el señor González frente al señor Aznar) se hicieron a insistencia del PSOE en las elecciones de 1993... y el PP las perdió cuando las creía ganadas. En las subsiguientes de 1996, el PSOE volvió a pedir un debate televisado pero los conservadores se negaron en redondo pretextando que debiera incorporar a más dirigentes, en concreto, al señor Anguita, por entonces fiel acólito suyo en la lucha contra el temible "felipismo". Los socialistas no anduvieron listos y se dejaron engañar con ardid tan tonto. Tenían que haber aceptado la presencia del señor Anguita que, al escenificar en sede televisada la famosa pinza, probablemente daría la victoria al PSOE que finalmente perdió las elecciones por un margen bajísimo.
En las siguientes consultas electorales de 2000 y 2004, una derecha firmemente instalada en el poder no aceptó debate alguno. El señor Aznar da mal en televisión y lo sabe porque carece de las luces necesarias para hilar discurso alguno que resulte atractivo y mucho menos para improvisarlo. Algo similar ocurre con el señor Rajoy quien ya ha dejado meridianamente claro en el curso de esta legislatura que sus capacidades tribunicias, oratorias, debatientes y polemizantes brillan y mucho por su ausencia. Así que es el presidente del Gobierno el que se permite romper el tabú establecido por el PP y reanudar la costumbre de estos debates que tan necesarios son para que la gente se haga una idea de qué vota.
En verdad, el señor Rodríguez Zapatero va sobrado a las elecciones. El sondeo de ayer de el pulsómetro de la SER traía muy buenas noticias para los socialistas y muy malas para los conservadores que se resumen en un dato de una contundencia incuestionable: el noventa por ciento de los españoles no cree necesario que el PP vuelva al Gobierno. Por supuesto, las otras magnitudes son las acostumbradas e incluso peores para el PP: los españoles aprueban la gestión del Gobierno socialista y a su presidente (que va por encima del cinco) mientras que suspenden sin paliativos al señor Rajoy que ronda un miserable 3,8, por debajo del señor Llamazares.
En estas condiciones, presentarse a la votación con el bagaje y las compañías del señor Rajoy es un acto de inconsciencia o de desesperación, que me parece más probable. Al día de hoy, el señor Rajoy tiene menos posibilidades de ganar las próximas elecciones que yo.
El reto del señor Rodríguez Zapatero es como un torpedo lanzado a la línea de flotación del buque de la derecha. Si el señor Rajoy acepta, apenas si es contrincante para el señor Rodríguez Zapatero que es mucho más flexible, menos dogmático y autoritario y despierta mucha mayor simpatía en la audiencia. Si no acepta, tendrá que hacer malabarismos para explicar tal negativa a la gente normal, esa a la que siempre se refiere él para calificar a los que le siguen, quedando el adjetivo de "anormal" reservado para quienes se le oponen. En cualquiera de los dos casos el resultado sólo puede ser malo para el señor Rajoy pues si el señor Rordíguez Zapatero no es Demóstenes, mucho menos lo es el señor Rajoy.