dilluns, 23 de juliol del 2007

Uclés.

De vuelta de Valencia hicimos escala en Uclés para visitar al priorato de la orden de Santiago; bueno, el monasterio de Santiago que se construyó en parte de donde estuvo el castillo de la orden, que ésta había recibido de manos del Rey Alfonso VIII, de construcción musulmana. Menudo lugar. De aquí se extendió la orden de Santiago por el SE de España y luego saltó a América, al menos en efigie. En una capilla de la nave central se encuentran los escudos de todas las "Santiagos" que hay en América del Sur (me aplico desde ahora la requisitoria que hace Saramago en su obituario de Polanco), que si Santiago de Chile, Santiago de Guayaquil, Santiago de Cuba, Santiago del Estero, Santiago de Compostela (en México), etc. Hay, precisamente, un texto de Claudio Sánchez Albornoz, allí expuesto, en el que defiende la idea de que la conquista de América fue resultado, continuación, efecto, como se quiera, de la Reconquista.

El monasterio es renacentista, tiene una fachada herreriana (lo llaman "el Escorial de La Mancha") y una increíble portada plateresca, coronada con un Santiago Matamoros, del que también hay un oleo de Francisco de Rizzi presidiendo el altar mayor. Realmente, Santiago Matamoros está por doquier. Se respira en el lugar una mecla de sacerdocio y milicia. La orden de caballería. En esta iglesia, perdida en la mancha conquense, a noventa kilómetros de Madrid y como siete de la autovía de Valencia, está enterrado don Jorge Manrique, se presume que a los pies de su padre, cuya muerte tanto sintió, pero no se sabe de cierto porque se ignora la ubicación exacta de los cuerpos de ambos. El padre, don Rodrigo Manrique, era Gran Maestre de Santiago y el hijo, caballero elector. Jorge vino a ser enterrado aquí, aunque murió a ochenta kilómetros, en Santa María del Campo Rus, a dónde fue trasladado, tras ser mortalmente herido en la batalla frente al Castillo de Garcimuñoz. El poeta defendía la causa de Isabel frente al Marqués de Villena, quien sostenía a la Beltraneja.

Al salir del convento y atravesar los restos de los recintos amurallados que se yerguen en mitad de la empinada ladera, oye uno el fragor de las batallas, los sitios, las defensas, las cargas y el entrechocar de las armaduras, el piafar de los caballos, los ayes de los heridos, los gritos de los vencedores bajo un sol de justicia que hace destellear las corazas entre el polvo salpicado de sangre. Hay que echar imaginación.

Poco se figuraba don Jorge Manrique, un "hombre que ha dejado nombre", como dice la leyenda que, andando el tiempo, esa misma Isabel en cuya defensa murió, se presentaría un buen día, grávida, ante el capítulo de la orden, presto a elegir un nuevo Gran Maestre, y exigiría para su marido el Rey Fernando todos los maestrazgos de todas las órdenes militares.

Aquí, parece, comenzó la decadencia de la de Santiago, convertida ahora en mera distinción cortesana. Noble, desde luego, pero cortesana, no guerrera. Bien es cierto que la regla a que se había acogido era más liviana que la de Calatrava y Alcántara. No obstante, hubo de llegar un tiempo en que la fortaleza que rigiera el Gran Maestre y Condestable de Castilla, don Álvaro de Luna, serviría de prisión para Quevedo.