Los dioses me libren, si tienen a bien, de tomarme a broma el horrible riesgo del cambio climático. Aunque el solo hecho de que la mala nueva sea prédica continua del señor Gore, quien se ha llevado un Oscar tan ricamente por ello, lo convierte en algo difícil de tragar. Por cierto, ese Oscar premia el negocio. Hollywood ha descubierto un filón. La próxima temporada hay que esperarse un par de muchomegaproducciones y exitazos taquilleros llenos de efectos especiales con títulos como Scorching Planet o The Day the Earth Boiled. Ver derretirse los casquetes polares en 3D, un simulacro braudillardiano, debe de ser fascinante.
Allá por los años 70, un antropólogo estadounidense, Garret Harding, publicó un artículo que causó sensación llamado The Tragedy of the Commons que explicaba con un sentido casi oriental de la fatalidad el mecanismo por el que cuanto es común, público, colectivo, está condenado a perecer; un mecanismo sencillo pero endiabladamente difícil de dominar: el egoísmo humano. La verdad es que el artículo, que era muy bueno (y por eso sigue citándose), sólo elevaba a rigor académico un saber popular que, al menos los de mi generación, tenemos muy oído entre los campesinos en Galicia: O que es del común, es de ningún. El inevitable cambio climático es el resultado de esa constante humana.
También trae ese cambio efluvios, como emanaciones, de otra vieja afición de la Humanidad: la de verse al borde del abismo, a un paso del Apocalipsis, el vivere pericolosamente de los futuristas, la conclusión de los tiempos. El cambio de milenio trajo algo de esto, recuérdese, con aquellos vaticinios de que todo el mundo del ciberespacio iba a saltar en pedazos. Pero se desvaneció al minuto siguiente de las 12 de la noche del 31 de diciembre de 1999, cuando se vio que las computadoras seguían funcionando como si nada. Eso dejó algo insatisfecha la necesidad de terrores. El SIDA no ha funcionado tampoco como uno de los jinetes del Apocalipsis, dado que sólo se ceba en los países subdesarrollados. Así que el cambio climático tiene todas las papeletas para dibujar los nuevos miedos del milenio.
Entre tanto ya condiciona nuestra forma de encarar los fenómenos meteorológicos, que ha perdido todo sentido de la poesía. La información sobre las nevadas que están cayendo en el norte está teñida de estas angustias. Se centra masivamente en los aspectos negativos: carreteras cortadas, pueblos bloqueados, servicios interrumpidos, el señor Otegi que no llega, puertos cerrados o daños a los frutales. Lo cual está muy bien pues conviene andar avisadxs. Pero es que nadie se ha acordado de transmitir otras vivencias de la nieve, aunque sea marginalmente, las que hablan de la belleza de su blancura, del encanto de los paisajes cuya silenciosa serenidad apacigua el espíritu, de la alegría de los niños y los no tan niños jugando en los parques (las escuelas están cerradas, menudo fastidio) haciendo muñecos. Si de beneficio se trata, sólo se considera el mercantil: este año las estaciones de esquí harán su nevado agosto. Y, lejos de mostrarnos apacibles, serenos cuadros como el de la imagen, la que recibimos es la de la nieve sucia que escupen las máquinas quitanieves desde los televisores.