dijous, 1 de febrer del 2007

La izquierda y la democracia.

Rosa Luxemburg dijo en cierta ocasión que Die Freiheit ist immer nur die Freiheit der Andersdenkenden, (la libertad es siempre la libertad de los que piensan de otro modo). Este tipo de aciertos, casi diría de genialidades de la revolucionaria polaca es lo que impulsó a Lenin a dedicarle aquella bella nota necrológica, según la cual, un águila puede volar tan bajo como una gallina, pero una gallina no puede volar tan alto como un águila; "y Rosa era un águila". Y eso que Lenin creía tener razones para estar más que escocido con Rosa Luxemburg, quien adoptó una actitud claramente crítica con la Revolución bolchevique en su escrito La revolución rusa, redactado en 1918 en la cárcel y que sólo se publicó en 1922, a los tres años de su asesinato en 1919.

Las críticas de Rosa Luxemburg a la revolución bolchevique eran de diverso tipo y consideración, pero hay dos que son esenciales para entender mucho de lo que pasó después en todo el siglo XX y lo que va del XXI. Rosa reprochaba a los bolcheviques su supresión de la democracia. Supresión de la democracia obrera, desde luego, por cuanto habían pervertido el carácter democrático de los soviets. Y supresión de la democracia a secas (o, si se quiere, lo que los marxistas solían llamar "democracia burguesa" o "democracia formal" y muchos de ellos todavía desprecian), cuando los bolcheviques disolvieron de un plumazo la Asamblea Constituyente Rusa elegida en noviembre de 1917 y apenas inaugurada en 1918, al encontrarse en minoría por haber perdido las elecciones. Los leninistas argumentaban que éstas se habían hecho con una ley anterior y antidemocrática de voto desigual y Rosa respondía que sólo necesitaban repetirlas con una ley democrática, pero no suprimirlas. Sin embargo estaba claro que no podían porque volverían a perderlas, ya que la enorme masa campesina rusa seguiría votando en contra del programa de colectivización de la tierra. Que los marxistas, bardos del proletariado industrial, sólo hayan triunfado -y sigan haciéndolo- en sociedades esencialmente agrarias es una de esas ironías que hacen época. Así que la revolución siguió adelante habiendo suprimido la democracia y Rosa vaticinó su fracaso. No llegó a verlo, ni probablemente hubiera llegado, aunque no la hubiesen asesinado los militares alemanes. Pero su vaticinio se mantuvo, la Unión Soviética jamás fue un Estado democrático y, finalmente, se derrumbó como un castillo de naipes en un colosal fracaso que sus partidarios, anonadados, aún no han conseguido explicar.

Pero los 75 años que duró el experimento soviético fueron determinantes a la hora de entender las siempre difíciles relaciones entre la izquierda marxista (o "revolucionaria", como gustaba y gusta de llamarse) y la democracia. La idea marxista (que no marxiana) de que la democracia, despectivamente tildada de "formal", no es más que una añagaza de la burguesía contra el proletariado y, en el mejor de los casos, un mero medio para alcanzar una forma social superior (el comunismo) es causa y efecto del hecho de que los partidos comunistas (y marxistas en general) jamás hayan ganado unas elecciones democráticas, salvo un par de localizadas y problemáticas excepciones. Y es que, por mucho que se contraargumente, la democracia, la democracia formal, la de una persona un voto, con todos sus defectos, carencias e insuficiencias, no es un medio de nada, sino un fin en sí mismo. Un fin que hace posibles otros fines, por ejemplo, el socialismo. Cuando Oskar Negt formuló su lapidaria sentencia de "No hay socialismo sin democracia ni democracia sin socialismo" abría en cierto modo el paso a la (tardía) conversión de los partidos comunistas en partidos "eurocomunistas", cuya novedad residía en aceptar el principio democrático como lo dicho, un fin, y no un medio de nada. Pero ya era tarde para ellos. Esa idea del socialismo democrático que postuló Rosa frente a Lenin era la que incorporaban los partidos que ya se llamaban así, socialistas y democráticos.

Al día de hoy sobreviven los dos problemas que aquí se han mencionado: los procesos revolucionarios se dan en sociedades no industrializadas (Cuba, Bolivia, Venezuela y, ahora Ecuador) y sus relaciones con la democracia (la democracia formal; no hay otra) son difíciles. Cuba no es una democracia se mire como se mire, sino un régimen autoritario de partido con fuerte contenido personal cuya supervivencia allende la vida de su fundador y su señor hermano es improbable. En el caso de los otros tres países en los que se dan movimientos revolucionarios, la cuestión de la democracia -piedra de toque de la legitimidad de un sistema, guste o no- está adquiriendo tonos sombríos.

No voy a entretenerme en subrayar de nuevo la paradoja de que la izquierda marxista, prácticamente inexistente y políticamente irrelevante en los países occidentales o capitalistas, habiendo abandonado todo intento de formulación de una teoría sistémica de desarrollo de la historia, encuentre solaz en la casuística de unas revoluciones que dependen más del carisma de sus dirigentes que del funcionamiento de las "leyes de la historia". Me limito a prever, como lo haría Rosa Luxemburg, que si el curso de éstas se hace antidemocrático, su porvenir será inexistente. Los recientes acontecimientos en el Ecuador y Venezuela muestran precedentes en casos de regímenes totalitarios de distinto signo. El asalto al Parlamento en el Ecuador tiene ecos del "asalto al Parlamento" en Checoslovaquia en 1948, mediante el cual la República inició su desgraciado curso hacia un Estado totalitario. La ley de plenos poderes a favor de Hugo Chávez que el Parlamento venezolano aprobó ayer es también un dislate caudillesco y antidemocrático que de inmediato trae a la memoria la misma ley (Ermächtingunsgesetz) que el Reichstag votó en su día a favor de Hitler o el hecho de que en la España de Franco la potestad legislativa residiera en el dictador. Ningún sistema que asalte el Parlamento o concentre poderes ha conseguido jamás sobrevivir si no es por un tiempo limitado, apoyado en las bayonetas y sembrando el terror en torno suyo, como hubo de hacer (entiendo que en contra de su prístina intención) el infeliz de Robespierre.

Sin duda el hecho de que, por las circunstancias internacionales, estos países estén enfrentados al imperialismo estadounidense (y, en buena medida, se beneficien del hecho de que el Tio Sam ande tan enfangado en el Irak que no tiene tiempo para maniobras desestabilizadoras) los hace dignos de simpatía a los ojos de la izquierda occidental, entre la que me cuento y que debe defenderlos frente a todo intento de los EEUU de interferir en su marcha, sabotearlos o invadirlos. Pero su deriva antidemocrática sólo permite anticipar lo peor. La simpática cercanía con que Chávez ha seguido el curso de la enfermedad de Fidel no ha sido suficiente para borrar la penosa impresión de que la isla es un régimen paternalista que trata a la población como a un conjunto de menores de edad.

La tendencia a ignorar o atropellar los mecanismos democrático formales, hasta ahora razonablemente respetados en Venezuela, Bolivia y Ecuador, a la larga, será contraproducente. Pero no importa: siempre se podrá echar la culpa a alguien excepto a quien la tiene: la tendencia antidemocrática de la izquierda que ya denunció Rosa Luxemburg.