dilluns, 4 de desembre del 2006

Los curas van a casarse.

No es broma, no. Pillo la noticia en La Repubblica: el cardenal arzobispo de Sao Paulo, Claudio Hummes, a quien el Papa acaba de nombrar prefecto de la Congregación del Clero, esto es, responsable de los curas desde el punto de vista disciplinario, dice que el celibato no es un dogma, sino una norma de disciplina, que la Iglesia sabe adaptarse, evolucionar y cambiar y que si, para resolver el problema de la carencia de vocaciones, hay que dejar que los curas se casen, se hará. O sea, que se hará. Aunque el asunto, claro, llevará su tiempo. Tampoco es absurdo pensar que si los curas pueden matrimoniar probablemente se palíe algo el fenómeno de la pedofilia del clero.

Interesante noticia. Empieza uno a cavilar y no para. ¡Los curas casados, como si fueran pastores protestantes! Será muy de ver qué hace la Iglesia con los que quieran casarse con otros hombres o, incluso ¿por qué no? con otros curas. Al principio será que no, eso pasa siempre y, luego, poco a poco, cambiarán las cosas. De momento, la posibilidad de que los curas se casen quizá sea el primer paso que dé la organización de San Pedro para resolver ese contencioso que tiene con las mujeres. Al emparejarlas con los ministros del Señor, las acerca al sacramento del orden, del que están expresamente excluidas. Será cuestión de tiempo hasta que los católicos sigan el ejemplo de algunos protestantes y admitan el sacerdocio femenino. La Iglesia es una institución sabia, buena conocedora del siglo y tiene que haberse dado cuenta de que el ascenso de la mujer al lugar que le corresponde en justicia es imparable.

Pero Roma también tiene sus memorias, de donde arranca probablemente esa fuerte misoginia que se advierte en todo lo eclesiástico. Una de ellas es la que recoge el cuadro de Frank Cadogan Cowper que se exhibe en la Tate Gallery, llamado Lucrecia Borgia reina en el Vaticano en ausencia del Papa Alejandro VI, que era su padre y, según algunas opiniones, también su amante, al igual que su hermano, el famoso César.

El cuadro es impresionante. En una sala de audiencia, decorada por el Pinturicchio, Lucrecia reina soberana sobre el colegio cardenalicio en todo el esplendor del uno y de la otra a sus diez y nueve o veinte años, que no tendría más cuando su padre la dejaba al gobierno del Vaticano y la Iglesia, mientras él andaba por Nápoles, entre otras cosas, buscándole el tercer marido a la niña. La composición es soberbia. Impacta la mezcla de visión arquitectónica renacentista con una perspectiva y color prerrafaelistas. Toda la majestad y el esplendor de la Iglesia, representados en ese cielorraso abovedado y las ojivas interiores que ocupan casi dos tercios de la superficie del lienzo, concentrada en la figura de una hermosa mujer libertina, adúltera, doblemente incestuosa y quizá asesina. Este acercamiento que ahora se produce, puede enseñar a la Iglesia a apreciar un lado nuevo de la mujer, distinto del del vaso del mal.