No es por nada pero ¿a que estaba bien traída la referencia al cadáver de la obra de Ionesco Amadeo o cómo salir del paso tratándose de la situación del candidato Gürtel a la Comunidad valenciana? Un cadáver que no para de crecer y crecer hasta que lo ocupa todo. Como la Gürtel ocupa el escenario electoral en Valencia y, por extensión, en toda España. Tapar ese cadáver es dificilísimo; en realidad, imposible. Ni el bestial coletazo de la madre naturaleza en una de las zonas más avanzadas del planeta, Japón, que tanto evidencia de pronto la fragilidad de nuestra condición y la futilidad de nuestros afanes lo conseguirá.
Ionesco fue el príncipe del teatro del absurdo, consistente en tomarse en serio y llevar a sus últimas consecuencias las circunstancias más triviales, anodinas y rutinarias de la vida cotidiana. Camps acabará proclamado el príncipe de la vida del absurdo, consistente en tomarse a chirigota las circunstancias más graves, más importantes y más amenazadoras de la vida pública, solemne e histórica.
En una democracia normal un presidente en la situación de Camps hubiera dimitido desde el primer momento de las diligencias para no dañar la institución que represente, para colaborar diligentemente con la justicia y para preparar mejor su defensa. En lugar de esto Camps, además de no dimitir, se postula para una renovación de mandato y eso habiendo recorrido ya un desagradable camino repleto de indignidades. Camps mintió al decir en un principio que no conocía al Bigotes siendo así que "se querían un huevo". Mintió igualmente y sigue haciéndolo, al afirmar que se paga sus trajes sin pruebas y contra toda evidencia. Intentó luego valerse de una relación privilegiada con el presidente del Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana, Juan Luis de la Rúa, otro "más que amigo", para dar carpetazo al asunto. Por último, al tiempo que proclama su ardiente deseo de que se le convoque a declarar, se niega a hacerlo cuando le toca y sus abogados tienen una estrategia procesal orientada a la desestimación del caso o su aplazamiento indefinido. Todo lo cual funciona como una aceptación moral de culpabilidad.
Esta impresión viene avalada por lo que parece ser la estrategia procesal política de Camps, consistente en convertir su elección en un plebiscito con el fin de contraponer la legitimidad judicial a la popular. Eso es algo inaceptable en un Estado de derecho y resulta alarmante que el PP no le haya puesto coto. Porque, ¿cómo piensa Camps arbitrar en la práctica esa supuesta superior legitimidad popular sobre la judicial? El delirio ideológico está claro: el caudillo aclamado por las masas está por encima de la ley. Pero eso, ¿cómo se realiza? ¿Con una Ley de plenos poderes como la de Hitler en 1933? ¿O con sucesivas leyes de reorganización de la judicatura y el ministerio público al estilo Berlusconi? En ambos casos se trata de actuaciones mucho más allá del ámbito competencial de Camps.
La numantina resistencia del presidente de la Generalitat valenciana no pretende facilitar la acción de la Justicia sino, al contrario, obstruirla. Y ya tendría siniestra gracia que se juzgara y condenara al portavoz socialista en las Corts, Ángel Luna, por un supuesto delito de encubrimiento al haber aireado en sede parlamentaria un documento acusatorio para Camps que se encontraba bajo secreto de sumario mientras los presuntos delincuentes consiguen que no se les juzgue. Tan siniestra como la que produce el hecho de que el Tribunal Supremo se apreste a juzgar al juez que quiso hacer justicia con los crímenes del franquismo.
¿Cómo es posible que este país esté tan del revés?
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