El juicio-farsa del 1-O es pródigo en imágenes y metáforas. Una de ellas, muy a punto, es la de las arenas movedizas. Cuanto más se mueven los desgraciados atrapados en ellas, más se hunden. Cuanto más se agitan, precisan, avisan, gesticulan, sus señorías y sus testigos, más se hunde este proceso en un desprestigio universal que tiene a la opinión pública ilustrada dentro y fuera del Estado boquiabierta. Cada vez se oyen más voces pidiendo poner fin a este lamentable espectáculo.
Es un acto fallido freudiano alargado en el tiempo. Quisieron mostrar la independencia judicial, la imparcialidad de la justicia, la grandeza del Estado de derecho. Pero lo que está quedando patente es un poder judicial no solo a las órdenes del político, sino politizado por sí mismo en el sentido de los intereses del príncipe.
De la imparcialidad de la justicia no ha quedado ni rastro ya desde el inicio de las actuaciones que arrancan, no de una decisión judicial sino, al parecer, de una investigación emprendida por la policía por iniciativa propia con motivaciones puramente ideológicas. Esa investigación es la base del proceso que, saltando de instancia judicial en instancia judicial, se ha enriquecido como los cantares de gesta se incrementaban en su relato con el paso de los siglos. Y así hasta aterrizar en la mesa de la sala de lo penal del Supremo, convertido en una insurrección dentro de un polvorín, movida por el odio, las miradas asesinas y una amenaza de violencia tan terrorífica que no hace falta probar que se haya producido en la práctica.
¿Qué decir del Estado de derecho? En ese Estado de derecho la policía, según declaró ayer el teniente coronel de la benemérita, Daniel Baena, actúa por su cuenta. Como una banda armada. Investiga por iniciativa propia, sin mandamiento judicial, unos comportamientos políticos de los ciudadanos perfectamente legales pero repugnantes a ojos de la banda, que redacta informes proponiendo el tratamiento penal como presunto delito de sedición. El poder judicial, el juez Llarena, buen jugador de mus, ve la puesta y sube a rebelión. Todo a partir de los informes de una policía política, redactados por un individuo que, según parece, en sus ratos libres, daba vida a un troll de tuiter llamado "Tácito".
El teatro de que resplandezca la justicia ha puesto en evidencia la injusticia de un régimen que es lo contrario de lo que dice ser. Un acto fallido de régimen.
Este proceso no debió iniciarse nunca. Comienza con una arbitrariedad aberrante; sigue con irregularidades y atropellos a los derechos fundamentales de los acusados, y no solo de ellos, pues, al ser representantes, también se lesionan los derechos de los representados; y acaba en un juicio oral tan sesgado a favor de la acusación y contrario a la defensa, que ha dado a la oralidad el monopolio de la vista, dejando a la vista a espera de ser oída en otro momento procesal.
No hay modo de salvar este juicio, no solo por su falta de sentido jurídico, sino por su falta de sentido común.
En realidad, para volver a la metáfora de las arenas movedizas, la forma de salvarlo sería que Marchena fuera capaz de la hazaña del barón de Münchhausen: sacarse a sí mismo de la ciénaga tirando de sus propios cabellos o de los cordones de sus botas.