Desojado quedó medio país ayer de mirar, remirar, requetemirar, escudriñar el vídeo, imagen por imagen, del paso de la legión republicana ante un erguido Borrell. A Ferreras en la Sexta ya le lloraban los ojos buscando el escupitajo. Pero el escupitajo no se materializó y Borrell quedó bastante mal, como acostumbra. Incluso entre los suyos. Especialmente entre los suyos.
Pero todos/as se enzarzaron y las tertulias, en efervescencia. Grandes palabras sobre la educación, el mutuo respeto, lo augusto y solemne de la sede, la crispación, las buenas y malas formas, los insultos...
Está bien, es moralizante y no debe echarse en saco roto. Pero lo significativo del lance no está en la faceta de reyerta, sino en algo en lo que los comentaristas han parado poco: Borrell se encrespa porque ha confundido "fascista" con "racista". Es más, se le oye reafirmarse: "ha dicho racista". Y no había dicho "racista". Había dicho "fascista". El "racista" estaba en la cabeza de Borrell, en el subconsciente.
¿Hace falta seguir?