dissabte, 23 de desembre del 2017

Deconstruyendo la rebelión

La mayoría de los medios ha ido en busca de las declaraciones de M. Rajoy al 21D. Grave error por distracción.

En realidad, la declaración que importa sobre el 21D la ha hecho la Cancillera Merkel poniendo nuevos deberes al presidente de la Gürtel. Mientras se los traducían, el hombre ha declarado las habituales sinsorgadas del tenor de reunirse con Arrimadas, que ha ganado las elecciones y que el gobierno entrante habrá de cumplir la ley. No como lo hace él, sino de verdad. Advertencia dirigida a los indepes, los únicos en situación de componer gobierno, no a Arrimadas, quien no tendrá ocasión de cumplir ni incumplir nada. Los deberes son: a) que se constituya el govern salido de las elecciones, lo que significa, retirada del 155, vuelta libre de los exiliados y liberación de los presos; b) que España y Cataluña lleguen a un acuerdo dentro del marco de la Constitución de 1978. Me atrevo a decir que la a) es obligada y condición indispensable para la b). En cuanto a la b), dependerá de la voluntad y los actos de las partes.

Este desgobierno caótico (judicialización inquisitorial, euro-órdenes de quita y pon, indicios de formación de una causa general contra el independentismo) ha superado el nebuloso orden de las declaraciones para entrar en el de las decisiones de envergadura. Quien de verdad ha dado respuesta al 21D ha sido el Tribunal Supremo. Parece dispuesto a imputar, de momento, a cincuenta personas por el delito de rebelión. Ayer, a Mas (por otro lado, embargado), a Rovira y a Gabriel. Da la impresión de que la dinámica también escapa al control de este gobierno de ineptos. Empezaron controlando a los jueces y ahora los jueces los controlan a ellos. El sistema se comporta autónomamente, se independiza, es autopoyético, según la teoría de Maturana y Varela, pasada luego a lo sociopolítico por Luhmann. Y la dirección de la autopoiesis es de creciente fascistización o, si se prefiere un término menos agresivo, desdemocratización o lo que antes se llamaba involución o reacción. Cómo encaje eso en la posibilidad de llegar a acuerdo alguno es un misterio que ni Sant Ramon de Penyafort puede desvelar.

El delito de rebelión está clarameente tipificado en el CP : "Son reos del delito de rebelión los que se alzaren violenta y públicamente para cualquiera de los fines siguientes:" y los enumera también taxativamente. Si olvidamos las dos condiciones de violencia y publicidad, algunos de los fines son los de los posibles imputados. Otros, en cambio, podrían atribuirse al gobierno a quien también cabría imputar por rebelión si se cumplieran las dos condiciones previas, violencia y publicidad.

Porque aquí está el meollo o quid de la cuestión. La publicidad es evidente. ¿Y la violencia? Es evidente que no. El movimiento indepe es radicalmente no-violento y lo ha demostrado y hay carretadas de pruebas de todo tipo. Fue necesario tergiversar el contenido de unos vídeos para justificar el encarcelamiento de los dos Jordis. Para los demás, ya bastó con una cuestión de convicciones políticas, como en los buenos tiempos de los autos de fe.

Entonces, si no hay violencia, no puede haber rebelión. Bueno, contestan los jueces, todo dependerá de lo que se entienda por violencia. Y ya la hemos liado. La lógica jurídica abandona su objetivo pedestal y se mezcla con la turba sociológica, esa según la cual la realidad social no existe sino que es el producto de la construcción colectiva; un constructo, vamos. Y, por ahí, los de la "construcción social de la realidad" abrieron el camino a la iconoclasia de la postmodernidad que se autodevoró con la teoría de la postverdad. ¿Qué es violencia? Lo que los jueces digan que es violencia. Y punto. ¿Por qué se imagina el personal que el gobierno vive más atento a las promociones, remociones, sustituciones, turnos de jueces que a las preguntas de la oposición? Para que los jueces digan que hubo violencia donde tenía que haberla habido pero no la hubo. De nada importa que en el desarrollo del artículo se hable de estragos, de armas, de combates. Es igual, los límites de la violencia los fijarán los jueces, si es necesario mediante tropos retóricos como los que usaba el finado fiscal Maza cuando hablaba de las turbas, con prosa digna dee Joaquín Arrarás.

Por cierto, en la actuación policial del 1/10 hubo violencia, estragos, heridos, armas, fue pública y se hizo por dos de los fines previstos en el artículo 472 CP: "disolver (...) cualquier Asamblea Legislativa de una Comunidad Autónoma; sustituir por otro el Gobierno (...) de una Comunidad Autónoma". Decir que el gobierno está facultado para ello por el 155 no es válido a fuer de falso pues no autoriza a hacer lo que se ha hecho. Está claro que el concepto de violencia responde a la postverdad: donde no hay violencia, la hay y donde no la hay, la hay. Orwell era un ingenuo. Creía que la inversión de los opuestos era consecutiva; puede ser simultánea. También se llama ley del embudo en lenguaje de zapatilla.

Aquí debiera concluir este comentario pero la ampliación, flexibilización y manoseo de la violencia puede conseguir algo insólito, como convertir una democracia en una dictadura. Prueba, dicen los escépticos, de que no era una democracia. Por supuesto, pero eso es ocioso. Lo interesante es que extendiendo postverdaderamente el concepto de violencia y administrándolo con la teoría aristotélica de las causas, tenemos razones suficientes para prohibir los partidos independentistas. Todo el que postule la independencia de Catalunya está fuera de la ley. Así, las elecciones son más fáciles. Hasta se prescindiría de ellas. Los partidos dinásticos podían repartirse los escaños a la bono-loto, más o menos como lo hacía el ilustre prócer, entre las familias del régimen que tanto se parecía a este. El problema: definir como democracia un lugar en que se prohíben partidos por razones ideológicas es complicado. Creo que imposible.

Aquí no hay rebelión alguna, como no hay unilateralidad alguna, salvo las del bloque del 155. Lo que hay es un problema político-constitucional en el que los tribunales y la represión están de más, pues se trata de algo que debe resolverse en una mesa de negociaciones. Y al nivel más alto y más representativo posible. Lo ha formulado con toda crudeza el presidente Puigdemont al decir que el 21D ha sido la victoria de la República Catalana sobre la Monarquía del 155. Ahora debe implementarse. Si este gobierno es incapaz de encontrar una solución civilizada a este conflicto, que dimita y dé paso a otro. Si esto no sucede, la oposición debe plantear una moción de censura, echar al PP y tantear un gobierno capaz de negociar con los independentistas o convocar nuevas elecciones en España.

La constitución del govern , o primer deber de Rajoy, implica la vuelta de los exiliados y la salida de los presos. Sin actuaciones de ningún tipo. Ese es el camino preparatorio de un encuentro: descriminalización de todas las actividades relacionadas con el procés y restitución a todo el mundo en sus derechos, títulos y propiedades. Aquí es donde se ha de ver si el sistema entra en una dinámica enloquecida y se suicida o retorna a un estado de equilibrio.

Por una curiosa hipocresía de la historia, nuestra cultura reserva un lugar venerando a los rebeldes, los que rompieron moldes y, con su ímpetu (aunque lo pagaran muy caro a veces), nos han traído hasta aquí, cúspide del desarrollo humano. Rebeldes fueron Espartaco, Cristo, Prisciliano, Bruno, Lutero, etc. La rebeldía de la juventud es un icono romántico de las vanguardias. Hasta que nos toca a nosotros. Hasta que hemos de habérnoslas con un rebelde, uno que no atiende a nuestras razones ni comparte nuestros principios. Ahí nos sale la Raza. La de siempre. La que nos ha traído a las susodichas altas cúspides en que nos encontramos.

Lo del delito de rebelión con violencia conceptualmente contrahecha debe meditarse más. No es que la rebelión y la violencia sean distintos sino que se repelen como los polos del mismo signo. Solo puede haber rebelión si hay violencia como causa de fuerza mayor, no construida.