Esta nueva forma de terrorismo multiplica sus efectos hasta lo inimaginable. Un coche que atropella viandantes en una circunstancia concurrida, un paseante que acuchilla a otros al azar, son hechos de la vida cotidiana, contra la vida cotidiana. El acto terrorista no es un acontecimiento lejano, único, extraordinario, sino que se convierte en algo normal, ordinario, aunque, claro, inesperado.
El efecto multiplicador es que apunta, no a los poderes de la tierra, la banca, el ejército, la iglesia sino a algo tan difuso como la opinión pública. Esa en la que la xenofobia y el racismo crecen a ojos vista. Lo que buscan es provocar reacciones colectivas que acaben con la democracia.
Sin duda hay muchas explicaciones en las que se mezclan todos los conflictos de la era contemporánea y muy distintamente valorados: la política exterior de los países occidentales, las contradicciones dentro del pluriverso islámico, la presencia de Israel, las consideraciones geopolíticas que incluyen a Rusia y la China y varias más.
Nada de eso hace al caso para la vida cotidiana de la gente que ahora incluye una posibilidad de morir atropellado, o acuchillado o quemado vivo sin saber por qué.