Los teóricos de Podemos llevan años hablando de la importancia de los medios de comunicación. El concepto de sociedad mediática corre paralelo con el de hegemonía, que es uno de los puntos doctrinales más mencionado en el partido de los círculos. Tira este siempre de Gramsci también en otros asuntos como la guerra de posiciones/guerra de movimiento, lo nacional popular, etc.
Gramsci murió sin conocer la televisión. De haberlo hecho, habría llegado a la misma conclusión a que llegaron los teóricos de Podemos: para conseguir la hegemonía ideológica en la sociedad mediática hay que conquistar los medios. Es una conclusión casi obligada. A esto lo llaman a veces "democratizar los medios". El nombre es lo de menos pues también pertenece a la política de hegemonía. Lo que se hace es valerse de unos medios para propagar su doctrina, igual que otros propagan las de otros partidos u opciones. Y si los otros funcionan de modo poco democrático, los nuestros harán lo mismo para no quedar en desventaja competitiva. "Democratizar los medios" quiere decir, en definitiva, ponerlos al servicio de la ideología propia, para que esta llegue a ser dominante en la sociedad. Y, por cierto, con un nivel de manipulación, enchufismo y censura que en nada desmerece a los de los medios comerciales o públicos del otro bando. Y con listas negras de gente a la que hay que callar, como los otros.
Ahora bien, con la teoría llega la práctica. Los medios tienen unas exigencias "técnicas" que quienes se valen de ellos no pueden obviar porque, de hacerlo, se quedarán sin audiencia, sin dinero y habrán fracasado. Dichas exigencias se dan en tres terrenos distintos. La imagen, el discurso y la audiencia:
La imagen. Es esencial, es fundamental, sobre ella pivota todo lo demás. La mala imagen es la ruina. Una buena facilita la comunicación, predispone a bien al auditorio. La imagen que se lleva hoy más es la prudentemente rompedora, con unas gotas de escándalo, pero no en exceso. Nada muy allá en un mundo en el que la publicidad comercial se dirige a los clientes simulando tratar a cada uno singularizadamente, como si fuera único en el universo. Por lo demás, por atractiva que sea, la imagen precisa un discurso.
El discurso. Es esencial porque incorpora el mensaje clave. Pero tiene que ser elemental y muy breve. El medio audiovisual es veloz y los discursos largos siembran la confusión y se quedan sin auditorio. Reducir complejas disquisiciones teóricas sobre la hegemonía a una consigna de cuartel es dificil. Pero no hay otra solución. El medio manda. Por eso, se acuñan términos significantes, como casta o régimen, que cumplen esa función indicativa. Lo malo es que los medios los queman y acaban por no significar gran cosa.
La audiencia. Se quiere masiva porque los medios viven de su difusión. No se trata, evidentemente, de minorías selectas, ni de élites, ni de grupos de expertos, especialistas, conocedores o interesados. No, se trata de la masa sin diferenciación alguna, como el conjunto de los bípedos implumes de un país, en el nivel más bajo compartido de comprensión. Si queremos saber cuál sea este solo hay que ver qué programas de televisión reflejan los máximos índices de audiencia. No cuáles son los más vistos dentro de sus respectivos grupos, sino los más vistos a secas. Ese es el nivel de máxima audiencia, el que encuadra los discursos de quienes en ellos aparecen, por ejemplo, la gente de Podemos hablando de "la gente", el "pueblo", o sea la masa indistinta pero muy numerosa a la que hay que "hegemonizar". Porque, no se olvide, siempre que se habla de "hegemonía", ha de haber un "hegemón" y muchos, a ser posible todos, hegemonizados.
Resulta curioso comprobar cómo un partido que se hizo en los medios y en las redes pero sobre todo en la televisión acusa su vicio de origen. Las exigencias de los medios, antes citadas, han incidido negativamente en aspectos de más calado de Podemos como movimiento político. En concreto, han mostrado que la teoría no tiene unidad, sí muchas contradicciones y es bastante confusa. Solo los postulados de Podemos en relación con el soberanismo catalán abonan este punto de vista. El discurso es muchas veces incomprensible, otras contradictorio consigo mismo, otras inexistente y otras idéntico al que había. En cuanto a la audiencia, Podemos se rige por un criterio típicamente comercial en la red: la cantidad. Se enorgullece de contar con más de 300.000 inscritos en su organización sin que haya quedado clara, al menos al abajo firmante, en condición de qué se inscriben quienes se inscriben. Pero eso es indiferente. El hecho es que, tengan la condición que tengan, solo el 15,69% del censo ha votado en las primarias de Podemos para elegir la candidatura al Congreso de los diputados. Es un porcentaje similar al de participación estudiantil en las elecciones de la Universidad. Y nada que insufle seguridad de alcanzarlo en las próximas elecciones.
Una cosa es la audiencia televisiva y otra quienes participan en las redes sociales a través de lo que se llama el clickactivismo. Así como la participación en el mundo real desciende, aumenta la audiencia televisiva de Podemos, sobre todo la de su líder, Pablo Iglesias quien, a estos efectos viene a ser como el Belén Esteban de la política. La princesa del pueblo y el líder del pueblo. Y unas audiencias que los siguen a dónde vayan y digan lo que digan. Con la diferencia de que la audiencia de Belén Esteban es incondicional, mientras que la de Iglesias suele enredarse en discusiones internas sobre el hiperliderazgo del jefe.
Al final, la hegemonía estaba ahí, en la lista de los políticos más guapos.