En el "Exódo" se narran diez plagas de Egipto. El Faraón cedió a la décima y dejó marchar al pueblo elegido. No fue necesario enviar la undécima que ya tenía Dios preparada y que, con las debidas actualizaciones, podría caer esta noche. Imagínese que mañana el mundo despertara para descubrir que el dinero, todo el dinero, todos los apuntes contables, balances, valores, cuentas, hubieran desaparecido. ¿Que pasaría? Probablemente en cosa de horas la sociedad volvería al estado hobbesiano de naturaleza. Todos contra todos y ley del más fuerte. Bueno, tampoco hace falta imaginarlo. Tenemos algún ejemplo histórico. Eso es lo que estuvo a punto de suceder en la República de Weimar entre 1921 y 1923, cuando el papel moneda dejó de tener valor y fue necesario sustituirlo por otro respaldado no por oro sino por el propio suelo alemán, en una hipoteca nacional que impuso la República. A la hiperinflación achacan muchos el ascenso del nazismo y otros esa especie de obsesión antiinflacionaria alemana que preside toda la arquitectura financiera de la eurozona, le función del Banco Central Europeo y las políticas de austeridad a rajatabla.
Es el dinero, misterio entre los misterios. Sin él, el mundo no funciona porque es el único medio universalmente aceptado para realizar las transacciones, el único medio que permite comparar valores distintos, tan distintos que no admiten ninguna otra comparación. Y esos valores ¿cómo se miden? En dinero, precisamente. Parece absurdo que el valor de lo que se equipara lo determine el que equipara y no las partes, pero es como funciona el sistema. Bastante mal, por cierto, pero su defensa suele ser que no hay otro mejor. El dinero está en la base de todos los comportamientos. Cuando abunda, todo lo esconde, lo confunde. Las bocas que se abren se tapan con dinero y nadie protesta. Cuando escasea o falta, todo se explica. Las bocas y los ojos se abren y comienza a evidenciarse que el problema no es que no haya dinero sino que está mal distribuido.
Entran aquí en escena los papas y los reyes, las figuras más aficionadas a soltar sermones sobre la necesidad de redistribuir la riqueza por unas u otras siempre muy excelsas razones. Pasada la palabrería, la gente percibe de modo inmediato que la mala distribución de la riqueza se debe al funcionamiento de un mecanismo inherente al dinero, el de acumulación. El dinero, el valor, son relaciones, no substancias. El capital tiende a acumularse o a perecer. Si está condenado a hundirse en una crisis indefectiblemente o se regenera después de cada crisis mediante mecanismos de destrucción creativa, como decía Schumpeter, son futuribles. De momento está y está en crisis, lo cual obliga a tomar medidas económicas y políticas drásticas que se amparan en reformas jurídicas capaces de garantizar la supervivencia del sistema si en la aplicación de aquellas pasa por turbulencias.
El elemento esencial de la acumulación capitalista, tanto en períodos de abundancia como de carestía, es la corrupción. La corrupción es inherente al sistema capitalista. También lo era al comunista, pero eso no es ahora un consuelo. La teoría del libre mercado presume la existencia de agentes económicos angélicos, respetuosos con el juego limpio. Si acaso cayeran en malignas tentaciones, se cuenta con un ordenamiento jurídico cuya intervención represiva tiene que ser, al mismo tiempo, eficaz y tan mínima que mejor fuera inexistente. En el mundo ideal de estos relatos son los mecanismos del mercado los que impedirán la competencia desleal. Por la misma razón por la que los burros vuelan.
II.
La única diferencia entre la corrupción de la abundancia y la de la escasez es su publicidad. En épocas de prosperidad hay una especie de equilibrio de Pareto, nadie queda perjudicado, aunque otros acumulen y no trae cuenta denunciar la corrupción. En épocas de escasez, la corrupción se hace más descarnada y suscita mayor rechazo social. Las diferencias de ingresos que en España son abismales indignan al público y encienden los ánimos. ¿Qué otra razón cabe esperar cuando la gente ve cómo señoras y señores con salarios de 10.000 y 20.000€ al mes establecen un salario mínimo de 645,30€ también al mes para los demás?
La gente indignada denuncia. Las denuncias se exponen en los medios. A pesar de una labor denodada de obstrucionismo del gobierno y su partido, los tribunales actúan sobre las denuncias, se abren diligencias, procesos y el país descubre estupefacto que la corrupción es estructural, que afecta al conjunto del sistema político, muy especialmente al partido del gobierno configurado como una presunta sociación de malhechores, y que se extiende a otros sectores sociales, profesionales, empresariales, financieros y de la casa real. La corrupción es sistémica. Durante veinte años, allí donde ha gobernado el PP, ha puesto en marcha una política de saqueo y expolio de lo público que finalmente ha terminado en una orgía de privatizaciones, festoneadas de todo tipo de delitos.
Visto lo visto, el gobierno de Rajoy, con una ministra destituida por su implicación en la corrupción, sostenido por el partido al que el juez hace el mismo reproche que a la ministra dimisionaria y con un presidente él mismo acusado de haber recibido sobresueldos en negro decide recuperar la iniciativa en la lucha contra la corrrupción y presenta su producto más relevante: el portal de la transparencia al que ya la prensa está sacándole los defectos y faltas y el PSOE rechaza porque no contiene las declaraciones de bienes. Muchas de estas cosas se corregirán; otras, no, claro. Pero lo esencial aquí no es si el portal sirve o no, sino qué tipo de información contiene. ¿Trae los sobresueldos? ¿Las malversaciones? ¿Las sobrevaloraciones de costes? ¿Las múltiples formas de corrupción que se dan hasta hoy mismo, las mordidas, las comisiones? Por supuesto que no. Entonces, esta transparencia ¿qué transparenta? No los hechos, sino lo que se va a hacer a partir de ahora. Es decir, es una propuesta de borrón y cuenta nueva presentada por los responsables y beneficiarios del borrón. De risa.
Para que esta escenificación, carísima, seguro, tuviera crédito, debería ir precedida de la dimisión de los responsables de este deplorable estado de cosas, empezando por Rajoy y todos los directa e indirectamente salpicados por la Gürtel, desde Arenas a Cospedal, pasando por Aguirre. Están todos quemados. Y la prueba de que lo están es que el mismo gobierno y partido que presentan ufanos el Portal de la Transparencia son los que impiden que haya una comisión de investigación sobre la gigantesca estafa de Bankia, en la que bien parece que están todos pringados hasta las cejas.
Los dos partidos dinásticos también excluyen de la transparencia las cuentas de la Casa Real. Teniendo en cuenta que el Portal tampoco dará información sobre los 11.000 millones de euros que recibe la Iglesia en transferencia directa y otros tantos por vía indirecta, la verdad es que lo de la transpaerencia es una burla, una especie de juego de trileros. Lógico. Las épocas de corrupción son ricas en vividores, logreros, gentes hábiles para medrar en situaciones dífíciles, siempre al filo de la legalidad y con una capacidad notable de maniobra porque o tienen contacto directo con el poder político o ellos mismos son ese poder político.
La corrupción es actividad propia de vivos, de vivales que, en el caso de España se hace sobre un trasfondo terrible de muertos, de asesinados y enterrados en cualquier parte a lo largo y ancho de la geografía del país. El dato, frecuentemente repetido, de que seamos el segundo país después de Camboya en número de fosas anónimas permite decir que los españoles vivimos literalmente pìsando sobre nuestros muertos. Bueno, sobre los muertos de una parte de nosotros, que preferiríamos no pisarlos, porque a la otra no le importa hacerlo. El país de la corrupción, el reino de los vivos, está edificado sobre el de los muertos y no en el sentido simbólico de la sucesión de las generaciones como las hojas de los árboles, que dice Homero, sino en el más trágico y brutal de que hollamos las sepulturas de quienes están esperando una justicia que nosotros les negamos.
Ayer culminó el Congreso su villanía de dar por abrumadora mayoría la espalda a las víctimes del franquismo. La transición se edificó sobre una ley de amnistía que era de punto final y ahora se camina hacia una especie de ley del olvido. Los muertos, que se habían levantado como espectros judiciales en la Argentina, deben volver a sus fosas y muladares y abandonar toda esperanza. Los vivos están muy ocupados haciendo dinero, a lo que ahora llaman salir de la crisis. El PP ya ha dicho que no piensa retomar la tímida ley de la Memoria Histórica del PSOE ni resarcir a las víctimas del franquismo. No nos hace falta, dice la derecha, una "comisión de la verdad" . Las democracias no tienen "verdades oficiales", dice el senador del PP Muñoz Alonso. Es cierto. La verdad oficial del franquismo la fabricó el propio franquismo, según la cual en las cunetas no hay nadie asesinado y enterrado y tal es la verdad, la única verdad, que la democracia ha heredado. Que eso lo piense Muñoz Alonso, heredero ideológico y defensor de aquella tiranía y lo justifique citando a Orwell es lógico. Que lo piense el PSOE, no.