dissabte, 13 de juliol del 2013

No, no ha contestado.

No señora, su jefe no ha contestado. No lleva seis meses contestando. Lleva seis meses callado y tan oculto como el Dios escondido de los agnósticos. Que yo sepa solo en dos ocasiones ha negado Rajoy las acusaciones de haberse forrado a sobresueldos y lo ha hecho a su peculiar modo, sin que quede nada claro. La primera vez aseguró a través del plasma que él nunca había recibido ni repartido dinero negro. Lo del color del dinero es asunto subjetivo. No es lo mismo decir que no se ha cobrado dinero negro (pudiendo ser marrón) que decir que uno solo ha cobrado lo que le corresponde por ley. La segunda negativa es aun más estrambótica: Todo es falso, salvo alguna cosa, dijo el hombre. Obviamente eso no es negar. Y tampoco es hablar, ni contestar, diga lo que diga Sáenz de Santamaría. Y lo de contestar tiene su miga tratándose de un presidente que no admite preguntas.

La situación es cada vez más de sainete. Un gobierno que debiera haber dimitido hace meses se apresta a marcharse de vacaciones dejando para la rentrée la cuestión candente de si el juez cita a declarar al presidente por el asunto de los papeles de un sujeto cuyo nombre Rajoy es incapaz de pronunciar, como si fuera víctima de un hechizo. El partido, en plan de guerra a la defensa de la honradez del presidente, bloquea toda comparecencia de este en sede parlamentaria. Rajoy no es honrado porque él lo demuestre con sus actos sino porque lo dice Cospedal. La vicepresidenta cree zanjar la cuestión, dándola por contestada cuando lo contrario es lo evidente. Y la prueba es que los medios siguen preguntando. Y se lo seguirán preguntando a Rajoy cada vez que a este no le quede otra que asomar la nariz en compañía de algún extranjero, poniéndose a tiro de los indiscretos periodistas. Cada vez que, no pudiendo imponer el silencio, tenga obligación de responder preguntas.

Pero todo esto son comidillas. Ya se sabe que Rajoy no profesa una moral caballeresca de pundonor. No dimite por la misma razón por la que no aceptaría un duelo ni siquiera a primera sangre. No se cree obligado a cumplir su palabra. No es la moral del caballero, sino la del truhán la que prueba este oportunista sin principios, dispuesto a lo que sea con tal de enriquecerse por cualesquiera medios. Pero esto solo lo afecta a él y su inexistente sentido de la dignidad.

Lo gordo está en otra parte. En concreto en saber si, con todo lo que está sucediendo, Rajoy tiene capacidad para gobernar el país en un momento especialmente delicado que va a requerir eso que llaman "dotes de estadista". Una reciente teoría de la conspiración quiere que esté en marcha un proyecto para romper España por la marca catalana y acabar con la dinastía substituyéndola por una República. Suena algo histérico pero el aviso señala los dos puntos complicados del momento: el soberanismo catalán y el desprestigio de la Corona. Hasta hay quien dice que se vislumbra un acuerdo a tres bandas, entre el PSOE, el PP y la Corona para tapar los respectivos escándalos, EREs, Bárcenas/Gürtel, Urdangarin. A lo mejor esta era la idea del Rey cuando, hace unas fechas, medió para que Rajoy y Rubalcaba pactaran algo.

En fin, este asunto de la Monarquía puede considerarse de familia (en lo que no tenga trascendencia penal) y, como cosa de familia, que la familia se las componga. Es claro que la Monarquía no encaja. Su última justificación, la de haber traído la democracia a España a través de la transición nunca ha sido cierta pero ahora, cuando todo el mundo maldice la transición, lo es menos que nunca.
La cuestión está en Cataluña. El nacionalismo español no acaba de entender la singularidad de la situación. El nacionalismo catalán nunca había sido tan pujante, tan independentista, tan integral o interclasista. Y nunca tampoco se había proyectado internacionalmente con tanta insistencia, ni había encontrado tanta comprensión allende las fronteras. De hecho la situación internacional, con el referéndum de autodeterminación de Escocia el año que viene, le es muy favorable.

Enfrente tiene un nacionalismo español desvencijado con un pasado que no se atreve a condenar pero del que no puede enorgullecerse y un presente sin perspectivas. Un nacionalismo que, a derecha e izquierda, se aferra al modelo territorial consagrado en la Constitución de 1978 y que ya ha demostrado suficientemente su pésima concepción. Todo lo más se apunta como tímida apertura hacia el mundo nacionalista una propuesta federal que no parece tener sino un alcance semántico.

A esta falta de discurso y proyecto nacional español que no sea pura negación, se añade el lamentable espectáculo de un gobierno cuyo presidente está bajo sospecha de comportamientos corruptos prolongados en el tiempo. Un gobierno sin legitimidad de origen (pues mintió para ganar unas elecciones que financió fraudulentamente), ni de ejercicio. Un gobiern sin autoridad que dedica todos sus esfuerzos a acallar las protestas de la calle y defenderse de las muy fundadas sospechas y acusaciones de corrupción.