Los dos partidos dinásticos, pilares de la restauración democrática borbónica (siempre que ambos adjetivos sean compatibles) están pasando por muy malos momentos. Concentrados en resolver sendas crisis internas, tienden a olvidar que todo lo interno en los partidos tiene consecuencias externas, impacta sobre la sociedad. La prueba: los índices de valoración ciudadana. Estas turbulencias, además, traen causa en buena parte de las personas de sus máximos dirigentes, que no parecen estar a la altura de las circunstancias. Nueva prueba: sus índices de valoración son ínfimos. Con ello anulan una de las vías tradicionales de solución de problemas en los partidos, la del liderazgo. Ninguno de los dos lo tiene o, si lo tiene, lo ejerce en la dirección equivocada. Rajoy en la del silencio. Rubalcaba en la del nacionalismo español.
No, no están a la altura de las muy difíciles circunstancias. Los dos llevan toda su vida en política, han hecho de ella su profesión. Han ocupado multiplicidad de puestos; han sido diputados, varias veces ministros de diversos ministerios, vicepresidentes, siempre en cargos de segundones desempeñados con mejor o peor fortuna. Ambos ambicionaban ser presidentes del gobierno. Uno lo consiguió a la tercera; el otro fracasó en la primera. Dos personas, una misma experiencia vital, ambos acaban pareciéndose. Son muchos años de reuniones, consejos, votaciones, interpelaciones, negociaciones. Probablemente se conocen el uno al otro de memoria y hasta quizá se aprecien en la intimidad. Pero los dos parecen haber llegado de sobra al máximo nivel de su incompetencia peteriano, o sea, del principio de Peter. Cada uno por su lado, dan la impresión de ir con la lengua fuera por detrás de los acontecimientos y con comportamientos no enteramente previsibles. Semejan zombies. Cada uno en su estilo.
Rubalcaba ha tropezado con el derecho de autodeterminación. Su empeño en ignorar esta cuestión no funciona; no porque haya gente en el PSOE que recuerde cuando el partido propugnaba el derecho de autodeterminación del que ahora reniega, que la habrá, sino porque el sector catalán no está dispuesto a renunciar a él. A veces las cuestiones de principios que se arrojan por la puerta vuelven a entrar por la ventana. La reacción de Rubalcaba ha sido autoritaria, amenazando con revisar la relación entre los dos partidos, multando a los diputados díscolos, incluida la demediada Chacón. No es muy elegante y, además, plantea otra cuestión de fondo, en concreto esa práctica de la disciplina de voto que viene a ser una forma de corrupción moral de la democracia. Como era de esperar, la dureza de la reacción provocó una más dura contrarreacción: el PSC se reafirma en el derecho de autodeterminación. Ya está la escalada en marcha. Y, por supuesto, Rubalcaba, un hombre francamente conservador, oye con agrado las soflamas patrióticas de Guerra, quien pide la ruptura con el PSC y la organización de una sucursal catalana del PSOE. De llegarse a esto, el porvenir del socialismo pinta negro. Rubalcaba no es hombre de este tiempo. Está hecho a otro, de menos calle y más despacho, más negociación y apaño y menos ruptura de la que ahora se precisa. Debe dejar paso a gente capaz de propuestas imaginativas en materia de reforma de la Constitución, incluida la Jefatura del Estado, la relación del Estado con la Iglesia y la organización territorial. Ciertamente esto equivale a un proceso constituyente que puede hacerse mediante una Convención ya que, de todas formas, el país se halla en una situación de desgobierno.
Rajoy está atrapado en la enorme tela de araña de la corrupción en el PP con el agravante de aparecer como personalmente implicado en ella, sea o no cierto. Su reacción ha sido tan autoritaria como la del otro: ha decretado la ley del silencio. No solamente se prohíbe mencionar a Bárcenas sino que tampoco puede hablarse de su circunstancia. La creencia es que se trata de un episodio pasajero. "Escampará", dice Rajoy como quien habla de una tormenta de verano. Pero el asunto Bárcenas no es un caso aislado sino una estructura presuntamente delictiva, permanente, en la que se entreveraban el partido, las administraciones públicas y las empresas. El contenido de los papeles no deja lugar a dudas: una supuesta máquina de expoliar las arcas públicas transfiriendo su contenido a las privadas mediante donativos ilegales. El escándalo Bárcenas es un asunto de Estado y, a su lado, está la peripecia del presidente del gobierno, nombrado en los papeles como beneficiario de unos pagos ilegales mientras él y los suyos pasan la vida pidiendo e imponiendo privaciones a los demás, uno de los comportamientos más repugnantes que existen. Él se ha encerrado en un silencio ofendido, ha trazado una línea protectora y, detrás de ella, sus segundos, la secretaria general, los portavoces, están siendo literalmente triturados en su empecinamiento por negar la evidencia misma. Cospedal ha hecho ya tantas veces el ridículo por salvar la cara al jefe que ha perdido el poco crédito que le quedaba. Y Rajoy no ha ganado un adarme de él. Rajoy no puede gobernar, no tiene libertad de movimiento. Su inveterada tendencia a la mentira ya no le sostiene ni el tiempo de pronunciarla. Minutos después de anunciar el triunfo del déficit de 2012 en 6,7%, todo el mundo sabía que había escamoteado el rescate a la banca -que sí contaba en el cálculo de déficit de Zapatero- y que, por lo tanto, la cifra real era de más del 10%.
Así que, con ánimo constructivo, a uno se le ocurre que los dos políticos podían presentar su dimisión al unísono. Sus partidos, en estado de asombro, tendrían que reaccionar y, probablemente, ponerse de acuerdo. También correspondería al Rey trabajar un poco, aunque da la impresión de que tampoco está en su mejor momento, tratando de salvar el honor de la Casa Real en unas aventuras que empezaron en el octavo mandamiento y se están desplazando peligrosamente al séptimo con toques de décimo. A lo mejor el Rey se animaba con el momento y abdicaba, como ha hecho el Papa, más o menos.
El sentimiento trágico de la vida de los españoles nos impide ver los momentos alegres de la existencia. En Italia, el país de la commedia dell' Arte se lo toman de otro modo. Si allí estuvieran, como aquí, sin gobierno, sin oposición y sin Jefatura del Estado, no saldría un Beppe Grillo, sino dos por lo menos. En casa, ya ven ustedes, ni uno. Bueno, se me ocurren vari@s, pero lo son sin saberlo y eso no tiene mérito.
(La primera imagen es una foto de Rubalcaba38. La segunda, una de Partido Popular de Melilla, ambas bajo licencia Creative Commons).