La entrada de ayer, El letargo del PSOE me dejó pensando cómo hemos llegado hasta aquí, cómo es posible que en mitad de la mayor crisis del capitalismo desde la de 1929, la izquierda esté sin discurso y sometida al pensamiento único o consenso neoliberal.
En los últimos treinta años se ha vivido una hegemonía ideológica conservadora aplastante. La izquierda, hegemónica a su vez después de la segunda guerra y durante la guerra fría, se dejó desplazar por una derecha que, lectora de Gramsci, había comprendido que la batalla importante era la de las ideas. Esta sustitución estuvo posibilitada por la proliferación de los centros ideológicos conservadores, fundaciones, institutos, cátedras universitarias, Think tanks, medios de comunicación. Todos dedicados a propagar la propia doctrina y aniquilar la(s) contraria(s), todos dedicados a difundir discurso, discurso ideológico. Normalmente de dos tipos: a) el práctico, inmediato, el de los intereses materiales de la gente, cómo prosperar individualmente en una sociedad basada en el egoísmo racional, y b) el teórico, más elaborado, el de los valores que se dice defender. Normalmente los dos discursos no se mezclan porque, en principio, pertenecen a universos mentales distintos (el utilitarismo y el tradicionalismo conservador), pero van siempre juntos y el de los valores, familia, orden, disciplina, Patria y trabajo duro, acaba emergiendo siempre porque, en el fondo, no son distintos, sino que se presuponen: el discurso utilitario es autoritario.
Frente a esto la izquierda comparece desamparada. Su infraestructura de difusión ideológica es mínima, apenas algún periódico en algún país y con pocas fundaciones y menos financiación. Las grandes empresas, las mutinacionales, no suelen financiar centros de investigación de izquierda. Para mayor dificultad esta aparece dividida en dos, en una separación que traduce una sempiterna querella en su seno acerca de medios y fines. Es la divisoria entre la socialdemocracia, que acabó renunciando a la aspiración revolucionaria, y la otra, más radical, que antes se llamaba "revolucionaria" y ahora prefiere llamarse "transformadora" porque también ha moderado su lenguaje. En términos electorales la izquierda más radical ha tenido siempre resultados menos que mediocres pero la actual crisis le permite abrigar la esperanza de obtenerlos muy brillantes, al estilo griego, aunque acabe uno quedándose fuera del gobierno.
La socialdemocracia se encuentra en una trampa: su participación en el consenso neoliberal no la beneficia pues los votantes de aquel jamás la votarían. La transferencia de votos de la derecha a la izquierda es poco frecuente y en España, inimaginable. Esa participación, sin embargo, perjudica y mucho a la socialdemocracia, pues comparte la responsabilidad en los fracasos que todo neoliberalismo cosecha. Por el otro lado, la izquierda "transformadora" está robándole los derechos de autor como se ve por el hecho de que se presente como la única defensora del Estado del bienestar que es la específica creación socialdemócrata, atacada en su día por la izquierda "revolucionaria", la antepasada de esta otra.
La falta de discurso de la socialdemocracia actual tampoco es enteramente cosa suya pues viene de antes. Es muy difícil distinguir la tercera vía, de Blair o el nuevo centro, de Schröder del neoliberalismo. Así que tampoco es cuestión de ponerse nerviosos por no poder remediar en un santiamén algo que viene de lejos. Pero si la socialdemocracia quiere reelaborar su discurso propio debe comenzar repasando valores y principios, que han sido relegados por la presión de la práctica del día a día y la aceptación implícita de los que postulan los neoliberales: individualismo, egoísmo, desregulación, privatización, cada cual para sí mismo y reducción del Estado a la mínima expresión, al Estado mínimo, de Nozick. Pase que la socialdemocracia no profundice en la concepción hegeliana del Estado como lugar de la eticidad absoluta. Pero de ahí a reducirlo a la nada (que el sueño neoliberal incluye privatizar el ejército, la polícia, la justicia y el sistema penitenciario), media un abismo.
Ni una sola broma más sobre el Estado, emanada de discurso antiestatista desfachatado de un@s polític@s sinvergüenzas que lo atacan mientras llevan toda la vida viviendo de él; del similar de unos empresarios -algunos de ellos delincuentes- que solo quieren ponerlo a su servicio para explotar a sus semejantes. El Estado del bienestar es obra de la socialdemocracia (aunque no solo de ella) y debe reivindicarlo y luchar por él primero como Estado y luego como bienestar. Y es preciso plantear esa lucha en el terreno apropiado: el de los principios. El primero de todos, el de una concepción del Estado como representante de los intereses de todos, no solo de la casta dominantes. Este discurso debe desembocar en uno más amplio que la socialdemocracia debe ampliar, profundizar y defender con decisión, en lugar de hacerlo acomplejadamente, un discurso en clara defensa de lo público en todos los órdenes, desde los económicos a los morales en cuanto atienden a los principios de equidad, solidaridad, redistribución e igualdad. Porque es lo moralmente superior, aunque a Aguirre le dé un ataque de ictericia.
Son controversias que hay que dilucidar en este territorio teórico, cosa que no se hace porque los políticos socialistas temen perder apoyo electoral si dejan de hablar de cuestiones prácticas, inmediatas, en donde los conservadores los tienen embarrancados sin privarse a su vez de soltar las grandes peroratas doctrinales. Junto a esta cuestión de refutar la demagogia antiestatista de los ideólogos empresariales (que, por lo demás, es autodestructiva) y de demostrar la superioridad de lo estatal y lo público porque es lo de todos, la socialdemocraci debe elaborar otro asimismo probando de modo fehaciente que la política de privatizaciones ha sido un desastre, elevado a catástrofe (la actual) al unirse a la política de desregulaciones. Y no solo en el terreno de los hechos en el que bien a la vista está cómo esas privatizaciones y desregulaciones han provocado la actual crisis del capitalismo que, como todo el mundo sabe ya, es una estafa, una más, de los ricos a l.os pobres, de la minoría a la mayoría, sino, sobre todo, en el de los principios.
Los ricos tienen dinero suficiente para comprar teóricos, intelectuales, comunicadores, periodistas, dispuestos a embellecer su discurso ideológico explotador que, en último término, nos lleva al estado de naturaleza y la ley del más fuerte. La socialdemocracia ha de hacer frente a ese ataque ideológico venal, defendiendo su principios (ámbito de lo público, regulación, solidaridad, justicia social) supliendo con convicción, creatividad y desinterés la falta de medios materiales. Pero tiene que hacerlo.
(La imagen es una foto de Barcex, bajo licencia Creative Commons).
Ni una sola broma más sobre el Estado, emanada de discurso antiestatista desfachatado de un@s polític@s sinvergüenzas que lo atacan mientras llevan toda la vida viviendo de él; del similar de unos empresarios -algunos de ellos delincuentes- que solo quieren ponerlo a su servicio para explotar a sus semejantes. El Estado del bienestar es obra de la socialdemocracia (aunque no solo de ella) y debe reivindicarlo y luchar por él primero como Estado y luego como bienestar. Y es preciso plantear esa lucha en el terreno apropiado: el de los principios. El primero de todos, el de una concepción del Estado como representante de los intereses de todos, no solo de la casta dominantes. Este discurso debe desembocar en uno más amplio que la socialdemocracia debe ampliar, profundizar y defender con decisión, en lugar de hacerlo acomplejadamente, un discurso en clara defensa de lo público en todos los órdenes, desde los económicos a los morales en cuanto atienden a los principios de equidad, solidaridad, redistribución e igualdad. Porque es lo moralmente superior, aunque a Aguirre le dé un ataque de ictericia.
Son controversias que hay que dilucidar en este territorio teórico, cosa que no se hace porque los políticos socialistas temen perder apoyo electoral si dejan de hablar de cuestiones prácticas, inmediatas, en donde los conservadores los tienen embarrancados sin privarse a su vez de soltar las grandes peroratas doctrinales. Junto a esta cuestión de refutar la demagogia antiestatista de los ideólogos empresariales (que, por lo demás, es autodestructiva) y de demostrar la superioridad de lo estatal y lo público porque es lo de todos, la socialdemocraci debe elaborar otro asimismo probando de modo fehaciente que la política de privatizaciones ha sido un desastre, elevado a catástrofe (la actual) al unirse a la política de desregulaciones. Y no solo en el terreno de los hechos en el que bien a la vista está cómo esas privatizaciones y desregulaciones han provocado la actual crisis del capitalismo que, como todo el mundo sabe ya, es una estafa, una más, de los ricos a l.os pobres, de la minoría a la mayoría, sino, sobre todo, en el de los principios.
Los ricos tienen dinero suficiente para comprar teóricos, intelectuales, comunicadores, periodistas, dispuestos a embellecer su discurso ideológico explotador que, en último término, nos lleva al estado de naturaleza y la ley del más fuerte. La socialdemocracia ha de hacer frente a ese ataque ideológico venal, defendiendo su principios (ámbito de lo público, regulación, solidaridad, justicia social) supliendo con convicción, creatividad y desinterés la falta de medios materiales. Pero tiene que hacerlo.
(La imagen es una foto de Barcex, bajo licencia Creative Commons).