No sé cómo andarán las cuentas de las casos de asesinatos de mujeres a manos de sus compañeros, amantes, novios, maridos o lo que sean. Con darse más de uno ya es escandalosamente alto; pero no es uno; será una cincuentena. Las mujeres están sometidas a una agresión permanente en nuestra sociedad que fácilmente deriva a violencia de género (eso que Ana Mato, en una alarde de ingenio, quería suavizar llamándolo "violencia en el entorno doméstico" o alguna cursilada así) y llega al extremo en el asesinato.
Y aun parece que hayamos de darnos con un canto en los dientes porque hay países en los que se las lapida. En Sudán, por ejemplo, es práctica legal y reiterada. La próxima en lista de espera es Layla Ibrahim Issa Jumul, una joven de 23 años condenada por adulterio. Condenada por lo que sea. Nadie tiene derecho a infligir tal sufrimiento a un semejante. La sola idea de que alguien pueda morir lapidado subleva el ánimo. Las redes sociales han comenzado a movilizarse para impedir esta atrocidad. Eso está bien pero, si nos paramos a pensar un poco, resulta insuficiente. La comunidad internacional (ese ente vagaroso que suele invocarse para bombardear algún lejano país) debe hacerse presente para bien por una vez e intervenir con toda claridad en el proceso. Hay que llevar el asunto a la ONU y solicitar un pronunciamiento de la Asamblea General en el sentido de expulsar a Sudán si comete tal fechoría. Expulsarlo y someterlo a sanciones económicas. Palinuro sería incluso partidario de medidas más drásticas. Ni Sharia, ni soberanía, ni idiosincrasias culturales. Hay que acabar con este feminicido universal que toma formas muy diversas, cultural y religiosamente condicionadas pero siempre acaban en lo mismo, en violar y asesinar a las mujeres; en el comedor del hogar; en mitad de un descampado a pedradas; en un poblado en el Congo, previa violación en masa; o en un prostíbulo en Ciudad Juárez.
Hay países en los que la ley prevé pena de muerte por lapidación para los delitos de adulterio y homosexualidad. El odio a los homosexuales es tan oscuro, irracional, viscoso y ancestral como el odio a las mujeres y lo que se dice respecto a estas vale también para los otros: ni una lapidación más, se ponga Alá como se ponga y el que lo haga, que se atenga a las consecuencias. Los países occidentales o la famosa comunidad internacional deberíamos romper relaciones diplomáticas con Estados homófobos y misóginos.
Claro que, a la hora de ponerse a dar lecciones a los demás sobre respeto a los derechos humanos, conviene que sepamos cómo tenemos nuestra propia casa. En España, el asesinato de mujeres corre a cargo de particulares y las instituciones luchan contra esta lacra o, al menos, no se solidarizan con ella. Ni la iglesia. Sin embargo, los curas siguen cargando contra los homosexuales y las autoridades pretenden negarles el derecho a contraer matrimonio. Cada voz que se alza aquí en contra de los homosexuales, cada vez que se les niegan sus derechos, se arroja una piedra en alguna lapidación en algún otro lugar.
En los Estados Unidos, un candidato republicano al Senado al que debe de faltarle algún tornillo, firme enemigo de todo aborto, ni siquiera lo admite en caso de violación porque, dice el menda, en la mayoría de las violaciones legítimas la agresión no termina en embarazo. En mi vida he leído muchos disparates pero este de la violación legítima supera los más absurdos. Claro que a lo mejor no es tanto disparate. ¿En dónde puede ser legítima una violación? Sencillo: en un mundo de violadores. En este. Al congresista Akin lo ha traicionado el subconsciente. El dice que se ha expresado mal. En absoluto, los republicanos están indignados con él porque ha dicho lo que muchos piensan pero saben que no conviene decir, esto es, que las mujeres pueden ser objeto de legítima violación, como el que habla de la legítima defensa. El amigo Akin hizo sus declaraciones en presencia de su esposa. Esto es lo que hay y no sirve de nada ocultarlo.
Se debe impedir el crimen del Sudán y contestar como se merece al retrógrado Akin.