Sorprendente la indignación y el escándalo públicos que ha suscitado el episodio de las lolitas japonesas que cuenta Dragó en su último libro en colaboración con Boadella. Y el primer sorprendido parece ser él mismo pues, aunque en algún otro lugar se ufana de que su madre lo comparara con el héroe de con él llegó el escándalo, no ha aguantado la arremetida y ha dado todo género de confusas y timoratas explicaciones, desdiciéndose y rebajando su relato al nivel de una baladronada sexual de sobremesa de machos o billar de barrio. Se ha demostrado una vez más que en estos casos el reconocimiento de los hechos, el repliegue, el arrepentimiento (aunque sea indirecto y por deducción) no solo no tranquiliza los ánimos sino que parece cebar el ultraje.
Hay voces en los medios, grupos en Facebook, iniciativas en otras redes, un clamor en las ediciones digitales de la prensa pidiendo que se expulse a Dragó de los diversos lugares en los que trabaja, que se retiren sus libros y que se le procese por pederasta. Estos designios suelen ir acompañados de acaloradas diatribas en contra del personaje a quien a estas alturas ya han llamado de todo. Y la verdad es que uno siente ante ello no solo cierto cansancio por lo exagerado de la escandalera pública sino también la incomodidad íntima de estar siendo arrollado por una oleada de hipocresía y falsedad al estilo de La letra escarlata.
No presumo de original y confieso que me sucede como a muchos de mis compatriotas, que encuentro a Dragó insoportable a causa de su narcisismo, su exibicionismo y la vacuidad de sus propósitos. Algo de esto debe de haber en la indignación generalizada en su contra: muchos le tenían ganas por sus provocaciones, el carácter desinhibido de su actuación pública y han aprovechado la circunstancia para cargar contra él, liberando así su resentimiento. Otros tendrán otras motivaciones pero, en definitiva, da la impresión de una gran desmesura entre el hecho en sí y la repercusión que está teniendo.
Por más que lo acusen y, en su ignorancia, se acuse él mismo de haber cometido un delito (si bien éste ha prescrito a decir del autor), no hay tal. Si las chicas con las que Dragó hizo lo que hiciera, pues a estas alturas ya ni está claro si llegó a saludarlas, tenían trece años cumplidos, no hay prescripción porque no hubo delito ya que los trece años es la edad que marca el código penal para reconocer la del llamado consentimiento. Follar con un chaval o una chavala de trece años no es delito si media su consentimiento.
No obstante, se insiste, ese impresentable confiesa haberse acostado con dos menores, presume de ello, las maltrata verbalmente, en definitiva es un pederasta que no merece estar en la tele, en la feria del libro ni en parte alguna. Pero esto no es tan sencillo. Lo del maltrato verbal, la burla y el tono zafio es marca de la casa de este mitómano compulsivo pero el problema reside en la fijación de una mayoría de edad "de consentimiento" que está muy por debajo de la mayoría de edad civil y penal. Así que, efectivamente, lo de Dragó fue con unas menores, pero no con unas menores sexualmente hablando y esto hace que su comportamiento pueda tildarse de inmoral pero no de ilícito o delictivo.
El caso es que el asunto no tiene arreglo. Es obligado fijar unas edades (13, 14, 16, 18 años) para los distintos tratamientos jurídicos de las personas afectadas. En estas condiciones, cuando la gente piensa en que la edad de consentimiento es de trece años, una de las primeras cosas que hace es personalizar la experiencia: ¿qué haría yo si mi hija de trece años se liara con un tipo como Dragó? Es fácil adivinar las respuesta unánime; de hecho es la que hay. Y sin embargo esa hipotética hija estaría en su derecho y el tipo también. No habría otro remedio que rebajar la mayoría de edad civil a los trece años o subir la de consentimiento a los 18 y ambas medidas son, fácilmente se ve, sendos disparates. Quien piense que un chaval de trece años tiene discernimiento para celebrar un contrato, por ejemplo, vive en el limbo. A la inversa, quien crea que puede obligar a los chavales a no tener relaciones sexuales antes de los 18 años no ha tratado con adolescentes. Así que, sea lo que sea lo que Dragó haya hecho con las lolitas (en su primera versión todas las locuras que quepa imaginar; en la segunda nada que no pueda contemplar una honesta familia del Opus cargada de hijos), no hay delito. No habiendo delito, Dragó puede hacer lo que quiera y quienes lo llamen "perverso" o "degenerado" que tengan la gentileza de explicar más detenidamente qué quieren decir esos términos. En mi opinion, nada; carecen de sentido.
Pero es que tengo la intuición de que tanto ultraje público, tanto rasgarse la vestiduras y clamar al cielo justiciero, delatan un grado elevadísimo de hipocresía que produce tanto rechazo como la pedestre vanidad del interesado. Una intuición fundada en datos firmes, en estadísticas muy reveladoras. Veamos: las páginas pornográficas son las más numerosas y las más visitadas de la red. En 2006 había más de cuarenta millones de sitios web de sexo y más de cuatrocientos millones de páginas web de sexo (Internet Pornography Statistics); hoy serán el doble. El consumo, acorde con estos datos: hay 75 millones de visitas mensuales a las páginas de sexo. De esas, a su vez, más de 13 millones van a páginas de sexo con adolescentes, de las que había más de dos millones. La pornografía y la pornografía juvenil son negocios boyantes en la red. Y eso sin contar el consumo de vídeos pornográficos de los que, por cierto, España es el cuarto fabricante mundial, después de los Estados Unidos, los Países Bajos y el Brasil.
No creo exagerar si digo que una parte alícuota de esos millones es española y muchos de los que la componen se contarán entre quienes se manifiestan en público indignados, pidiendo todo género de castigos para Dragó.
Luego está ese argumento según el cual la literatura no delinque y al que se ha apuntado la derecha a toda velocidad para tratar de exculpar a Dragó según su invariable procedimiento de que los suyos no desbarran. Lo han hecho Esperanza Aguirre, aprovechando su gran saber literario que le viene de ser pariente de Gil de Biedma y el portavoz del PP, González Pons al que han soplado que un tal Nobokov tiene mucho de culpa en esto. Desde luego que la literatura no delinque y quien crea que una novela es una guía para la acción práctica no sabe de qué habla. Sobran por tanto las referencias a García Márquez y a Bukowski (que es a donde llega la cultura literaria del momento) como sobrarían las de Mandiargues, Borroughs, Henry Miller, D. H. Lawrence o Sade. Y sobran porque las baboserías de Dragó sobre las lolitas no están en contexto literario alguno sino en libros de memorias y confesiones. Y, lo dicho, mientras sus manifestaciones respeten el límite que marca la ley, no delinquen pero sí pueden enjuiciarse a la luz de la moral, el buen gusto, la elegancia y la agudeza de ingenio y tratándose de un hombre que está en nómina de una tendencia política como los bufones en la corte de los Austrias, ¿había alguna duda de que serían inmorales, zafias, groseras, romas y ásperas como la piedra pómez? Y eso sin contar con que, a tenor de otras manifestaciones en otros terrenos, el pavo alcanza las máximas cotas de cobardía y estupidez.
(La imagen es una foto de Rafel Robles L., bajo licencia de Creative Commons).