Entre tanto siguen cayendo. Una a una, como ayer, una mujer asesinada hace días en su domicilio. De a dos como a principio de semana, dos mujeres asesinadas a tiros por sus cónyuges. Sigue el goteo incesante de esta masacre callada, que apenas logra un hueco en los noticiarios entre las corrupciones del PP, el megapoderío chino, los trompicones del dólar, el hambre del África o las mentecateces de Berlusconi. Esa muerte silente pero siempre presente que amenaza a todas las mujeres en un clima de agobio universal porque los amenazadores son sus maridos, amantes, novios, los que dicen amarlas antes de estrangularlas, quemarlas vivas, tirarlas por la ventana, coserlas a puñaladas. Un miedo general porque nadie sabe por dónde vendrá el golpe, quién será la siguiente. Eso es el terror. Algo que los hombres no podemos entender por experiencia directa porque estamos del otro lado del cuchillo y sólo podemos sentir tomándonos el trabajo de ponernos en el lugar de ellas para intuir el miedo angustioso de la calle solitaria, la esquina oscura, el timbre tardío, el teléfono en la noche, la voz conocida.
Sin embargo podemos hacer mucho por ayudarlas. Para empezar, teniéndolas presentes.
(La imagen es una foto de P. Medina, bajo licencia de Creative Commons).