Me refiero a la unificación alemana. Va para diez años que cayó el muro de Berlín, aquella vergüenza tras la que se ocultaba la mentira del comunismo, la mejor orquestada y más duradera del siglo XX, un muro que se había erigido para impedir que la gente escapara de la tiranía del partido único pero que oficialmente se justificaba como medida en contra del espionaje. Va para diez años que empezó el fin de la división de Alemania impuesta por los vencedores de la guerra y surgen ahora nuevas voces del pasado que prueban que los contemporáneos trataron como pudieron de frenar un proceso que los atemorizaba. Vuelve desde ignotos archivos la voz de la señora Thatcher diciendo a Gorbachov que no le gustaba la idea de la reunificación alemana y que no quería "desestabilizar" Europa ni la URSS. Puro miedo a los alemanes, producido por los recuerdos de la segunda guerra mundial. Lo mismo que pasaba en Francia. Miterrand, entonces presidente de la Vª República, desenterró el viejo e ingenioso dictum de François Mauriac: "Quiero tanto a Alemania que prefiero que haya dos". Hasta muchos alemanes estaban asustados. Basta repasar lo que escribieron entonces gente como Habermas o Grass en contra de la Wiedervereinigung.
Nadie en el fondo quería la unificación alemana. Todos se habían acomodado a la injusta reparticiòn del continente después de la guerra. Para los alemanes era cuestión de suerte: si habías nacido del lado equivocado del muro, tanto peor. Para el resto de los europeos el asunto parecía decidido: si te había tocado nacer del lado equivocado del telón de acero, tanto peor. Pero no había que mover las cosas. Los rusos convocaron en 1973 la llamada Conferencia de Paz y de Seguridad en Europa (antecedente de la actual OSCE) con el paladino fin de conseguir la aceptación expresa del statu quo posterior a la guerra que oficialmente no estaba reconocido aunque todos lo habían interiorizado. En aquella situación de esquizofrenia general, cuando en 1975 por fin se firmó el acuerdo de Helsinki con su tercer cesto y el reconocimiento de las fronteras de la posguerra en Europa faltaban cuatro años para que todo el edificio de mentiras se viniera abajo y de dichas fronteras no quedara ni el recuerdo. Al menos, al Este del Oder-Neisse.
Y con aquel derrumbe general se fue el comunismo un par de años después por el escotillón de la historia dejando tras de sí las sociedades más anómicas, desestructuradas, conflictivas y peligrosas de los últimos tiempos. Los paraísos del "hombre nuevo" eran predios de la insolidaridad y la guerra de todos contra todos en los que arrancó la nueva forma de acumulación salvaje de capital que todavía continúa y cuya muestra palpable es la oleada de eslavos que se desparramó por Europa en los años subsiguientes, dedicados a la delincuencia organizada, la mafias, el blanqueo de dinero, la trata de blancas.
Y todo empezó con la caída de aquel muro que dio paso a la unificación de las dos Alemanias. Por cierto, como las cosas no son nunca maniqueamente simples, algo de justificación tenían aquellos inútiles temores y prevenciones frente a una Alemania fuerte, unificada en Europa. Aunque nadie sabía bien cómo formularlos aceptablemente, razón por la cual no fueron operativos y los cascotes del muro se llevaron por delante el equilibrio de la posguerra dando paso no solo al fin del comunismo, sino al mundo global que hoy vivimos. Ternura, melancolía, nostalgia despiertan hoy los discursos sobre el famoso "dividendo de la paz" que jamás se materializó.
Tengo mi teoría sobre la razón y la sinrazón de ese inútil temor europeo a una Alemania fuerte: se origina, en mi modesta opinión, en la diferencia que hay en los dos conceptos de "nación" y "Estado" que manejamos los alemanes por un lado y el resto de los europeos occidentales por el otro. Los segundos, o sea, nosotros, creemos tenerlos claros (nación/Estado español, nación/Estado francés, nación/Estado italiano, etc) aunque luego descubrimos en el interior de cada cual que no lo están porque todos esos binomios incorporan excepciones y conflictos con otras naciones sin Estado que aspiran a conseguirlo. El caso alemán es distinto pues nunca en su historia han coincidido los dos conceptos salvo por razones de oportunidad diplomática. Esto es, nunca ha habido coincidencia entre la nación alemana y el Estado alemán. Ni ahora. Por eso no hay en Alemania, como en el resto de Europa, partidos regionalistas, nacionalistas, independentistas fuera de la CSU bávara que tampoco lo es. Y de ahí que los alemanes no vieran, ni vean hoy, la caída del muro de Berlín como los demás europeos occidentales: para ellos se trataba de unificar dos fragmentos de la nación alemana y no de restaurar un hipotético Estado alemán que, además, jamás había existido antes. Por eso pasaron de hablar de "reunificación" a hacerlo de "unificación". Siempre hay, siempre habrá, en Europa pedazos de la nación alemana fuera del Estado alemán. Ese es el sentido contradictorio de que Alemania sea el corazón de Europa, que no se reconcilia con sus propios límites. Exactamente lo mismo que sucede con la Unión Europea, que tampoco sabe en dónde termina eso que llamamos Europa. Europa, la inventora del Estado y su sepulturera.
Todo eso nos lleva demasiado lejos. Lo esencial ahora es que el hundimiento del muro de Berlín fue el comienzo del fin del comunismo y sus patrañas para alumbrar un mundo que ha generado sus propias injusticias, a veces mayores que las que vino a remediar. Sin ir más lejos, hoy hay muros de Berlín, muros reales, tangibles, de cemento, alambradas, focos y muerte, por ejemplo, en Río Grande (EEUU), Cisjordania o Melilla y muros intangibles pero no menos infranqueables en muchas otras partes del mundo; entre ellas, irónicamente, en la misma Alemania.
(La imagen es una foto de GothPhil, bajo licencia de Creative Commons).