El señor de la guerra, el pastún Hamid Karzai, presidente de la República Islámica del Afganistán, anuncia su victoria arrolladora en las recientes elecciones presidenciales mucho antes de que haya proclamación oficial de resultados, si es que llega a haberla. Su oponente, Abdulá Abudlá asegura que eso es falso y que quien ha ganado cómodamente las elecciones (en las que parece haber participado un cincuenta por ciento del electorado) ha sido él.
Si esta situación se diera en un país centroamericano ya estaría todo el mundo hablando de república bananera y yo el primero. Como sucede, sin embargo, en un territorio hostil, bronco, en guerra desde siempre, dividido en etnias, con mucho dogmatismo y sectarismo religiosos, nadie habla de repúblicas bananeras y si algúna referencia hay que hacer a la relación entre una línea de producción y la política, es la que remite a los campos de opio. Poco bananero hay en un lugar en el que mucha gente vive de comerciar con el caballo. Este negocio, al parecer, sirve para financiar la guerrilla talibán, los partidarios de una aplicación rígida de la sharia que un buen día y como mujadaiyines, financiados y organizados por Occidente, expulsaron a los soviéticos del país en 1989, a donde habían llegado estos nueve años antes para sostener el gobierno comunista de Braback Karmal en lo que acabó siendo el "Vietnam soviético".
Es decir, a los afganos les viene de lejos. País independiente de Inglaterra en 1919, ha tenido una historia tumultuosa, de guerra civil crónica entre tribus que sólo consiguen unificarse para ir en contra de un tercero. En este contexto se da la decisión gringa de invadir el país después del atentado de Nueva York en diciembre de 2001, débilmente amparada en una decisión del Consejo de Seguridad de la ONU y en virtud de la cual opera en el terreno un cuerpo expedicionario español, investido de esa justificación que hoy esgrimen todos los ejércitos, que no están para ganar la guerra, sino para llevar la democracia al mundo y la concordia entre las naciones. No está muy claro, sin embargo, que llevar la democracia a un país manu militari sea del todo compatible con la defensa de un orden político en el que el marido puede dejar sin comer a una esposa que no lo haya satisfecho sexualmente. Se dirá que esto sólo reza con los miembros de un grupo religioso, no con todo el Afganistán; lo cual resulta aun peor.
(La imagen es una foto de World Economic Forum, bajo licencia de Creative Commons).