Mi maestro y amigo, Raúl Morodo, ha sido hasta hace poco embajador de España en Caracas ante Hugo Chávez con quien es leyenda que tenía hilo directo. Observador irónico de la realidad que lo rodea, hombre de rara sensibilidad para los aspectos más insólitos de esa realidad, con cierta inclinación poética, era cosa de tiempo hasta que Morodo se orientase por la línea de los embajadores literatos, algunos de los cuales, como Roger Peyrefitte o Lawrence Durrell, han alcanzado justificado prestigio. El caso es que, ya mediado el mandato diplomático que preveía, compuso esta especie de fantasía teatral, (Ovidio en Barlovento, Madrid, Aguilar, 2007, 149 págs.) que se representó leída en la embajada de española en Venezuela en la Navidad de 2006. La obra es una especie de farsa realista con elementos simbólicos y costumbristas y cierta atención a los aspectos linguísticos con una especie de curiosa antología de venezolanismos para interpretar la cual el autor nos provee con un vocabulario.
La trama es ingeniosa: unos venezolanos de clase media, bien chéveres, deciden hacer un negocio de rendimiento inmediato, elevado y seguro, consistente en un secuestro con petición de rescate. Lo ponen en marcha con el auxilio de Corina, la novia de uno de ellos y de dos delincuentes (malandros) negros. El secuestrado será el embajador de España. No se dice que sea de España pero se da a entender. Una obra de teatro que se interpreta en la Embajada de España y cuyo asunto es el secuestro del embajador.
Los secuestradores quieren un millón de dólares y los que acaban soltándolos, tras convencerse de que son imprescindibles para seguir adelante con sus proyectos y de que constituyen en realidad una buena inversión son el Obispo, el Banquero y el Senador, que son la parte simbólica de la obra: el poder religioso, el económico y el político con sus distintas formas de mediación. El embajador tiene una idea elevada del valor de la embajada y ello le sirve para reflexionar en un triálogo entre estos tres símbolos acerca de los principios mismos del orden. Así, valorando que, por fin, han conseguido convencer al Banquero (reticente al principio) de la necesidad de pagar el millón de dólares, que ya será resarcido, dice el Obispo: "¡Ah el poder! El poder es, al mismo tiempo, nombrable e innomabrable, pero sempre cierto y seguro. Y afortunada y aparentemente confuso: la trasparencia lleva siempre al desorden. Usted será felicitado y nosotros también: al final, querido Banquero, se trata de una buena inversión. No lo olvide" (p. 112). Los secuestradores han puesto en marcha un plan que llaman Pacto de Barlovento y trasladan al secuestrado a una hacienda en esta región. Pero luego sucede que, cuando se están poniendo en ejecución todas las predicciones para materializar el resultado del secuestro y los secuestradores reciben el pago, otros delicuentes, malandros, irrumpen en escena, arramplando con todo lo que encuentran y apropiándose de medios informáticos que no son suyos. Al menos, es lo que la pareja de criollo y negro que gestionó el intercambio ha contado a la otra pareja que quedó a la espera. Y eso puede ser cierto o no. La crítica es aquí costumbrista: la sociedad venezolana no es de fiar; ¡ni los delincuentes son de fiar...!
La obra muestra cierta influencia del teatro de Oscar Wilde, sobre todo en algunos diálogos chispeantes. Así, Ricardo Antonio tiene que tranquilizar a su novia Corina respecto a las consecuencias de sus planes. Por eso le dice: "No olvides que es un secuestro de fin de semana, de viernes a domingo, y también un secuestro diplomático, es decir, muy civilizado." (p. 44).
Se trata, por tanto, de una obra ágil, amable e irónica hacia todas las instituciones establecidas, incluidas las embajadas y, por cierto, muy bien escrita. Sería magnífico verla representada y que, como en la lectura en Caracas, el propio autor hiciera el papel del embajador secuestrado. Lo que no he acabado de entender es qué tenga que ver aquí el poeta romano Ovidio, fuera de que aparezca el nombre de una de sus amadas, Corina.