Conociendo a la gente.
(Viene de una entrada anterior de Caminar sin rumbo (XXXV), titulada Vuelta a casa.
Eugenio los había advertido por el móvil cuando nos faltaba una hora. Una hora que se convirtió en más, como en tres o algo así porque, a la entrada de Jerez el coche sufrió una avería y dejó de funcionar. Hubo que llamar una grúa y luego negociar con el seguro a qué taller se llevaba. Una vez allí nos dijeron algo de una ruptura de una correa y que había que pedir la pieza, que cuando llegara era cosa de un par de horas pero no se sabía cuánto tardarían en recibirla, aunque casi nunca era más de un día. Ellos llamaban ahora y comprobaban que había existencias. Porque también puede suceder que la pieza no esté en stock, con lo que hay que pedírsela a la casa matriz en Madrid y ahí ya no se sabía lo que se pudiera tardar. Hasta cabía la posibilidad de pedir que la grúa se llevara el coche a Madrid con nosotros dentro y una vez en la capital podían arreglar la avería y ganando tiempo. El hombre parecía una buena persona pero sonaba como un disco rayado cuando repitió por tercera o cuarta vez que él no ganaba nada, que no se metía nada en el bolsillo cuando decía lo que había. Buena gana de quedarnos cuatro días allí tirados esperando la pieza cuando podiamos arreglar el asunto en uno pero que en fin, nosotros veríamos, que él no ganaba nada con el asunto y que empezaba ya a llamar.
Nos llevamos la tarjeta del lugar, dejamos al encargado llamando, cogimos un taxi y le dimos la dirección de los amigos de Eugenio a quienes habíamos advertido antes del retraso. Hamilton estaba esperándonos a la puerta de un chalet independiente en la calle Rafael Alberti, muy cerca del parque González Hontoria. Era un negro alto, bastante esbelto que nos recibió con una sonrisa abierta, plantó dos besos en las mejillas de Eugenio, lo estrechó un par de veces contra sí y a mí me alargó una mano que estrujó la mía como si fuera a triturarla. Dijo:
- Estás sorprendido, ¿verdad? Pues sí, no todos los colombianos son blancos o mestizos; también los hay negros y mulatos, e indios y lobos, y albarazados "que todos tiran a mulato". Somos los negros del Caribe o las mezclas, el mulato, el lobo. En América, cabemos todos, de todas las razas y condiciones y cirunstancia. Somos el resultado de todos los cruces. Hay que escuchar nuestro ritmo. Somos únicos en el mundo.
Hamilton era un hombre delgado y anguloso y su mujer resultó ser una blanca rechoncha del interior, de Antioquia; Hamilton era inquieto e impulsivo todo lo que ella era tranquila y pausada; Hamilton era imaginativo y hablador todo lo que ella parecía realista y parca en palabras. A primera vista, un matrimonio bien avenido que daba la impresión complementarse. Yvvy estaba amamantando a su crío menor un mulato regordete, nos dedicó una sonrisa sin moverse y siguió con lo suyo. Eugenio preguntó por el hermano mayor.
- Mayor, mayor...-dijo Hamilton- tiene año y medio. Está durmiendo la siesta. Los bebés se la pasan durmiendo, sobando como dicen Vds.
Parecían buena gente. Nos preguntaron qué queríamos beber. Daban por supuesto que nos quedábamos allí con ellos. Nos tenían preparada una habitación donde podíamos dormir si no nos importaba hacerlo en la misma cama. Él tenía trabajo al día siguiente pero quedaría libre al mediodía y podíamos almorzar juntos.
- ¿Qué trabajo haces?.
- El que hace un veterinario: trato con animales, que es siempre mejor que tratar con según qué personas.- Se veía que era gracia a la que recurría con frecuencia.- Mañana tengo que visitar un par de granjas avícolas cerca de aquí.
Se confirmaba la primera impresión que producía la pareja de llevarse bien. Se respetaban en el uso de la palabra, al contrario de lo que sucede muchas veces con los matrimonios en que los cónyuges, al contar historias que los afectan a los dos, se interrumpen continuamente, no se dejan hablar. También se miraban con cariño y él parecía estar pendiente de los deseos de Ivvy. Claro que eso tampoco quiere decir mucho. Cari yo yo nos llevábamos bastante mal, especialemente en los últimos tiempos en el que las broncas proliferaron, pero hacíamos lo que podíamos para ocultárselo a las visitas. Siempre que había alguien extraño delante tratábamos de proyectar la imagen de un matrimonio tranquilo. El de estos dos parecía serlo y quizá fuera falso aunque, cuando se tienen críos tan pequeños, no es difícil que la vida matrimonial vaya sobre ruedas. Eso mismo nos había sucedido a Cari y a mí. Los conflictos comenzaron cuando los críos eran ya adolescentes.
- Y siendo extranjero ¿te dejan trabajar en el ayuntamiento de Jerez? -decía Eugenio.
- Estoy contratado, sí, sin problemas. Y ahora pendiente de que me den la nacionalidad y cuando eso suceda podré hacer oposiciones y quedarme ya fijo.
- ¿Te interesa?
- ¿Tú sabes cómo están las cosas para los inmigrantes en tu país? Yo tengo ahora dos hijos. Yvvy no trabaja y, cuando pueda hacerlo, a ver cómo lo conseguimos aquí. Necesitamos seguridad. Los niños necesitan seguridad. Cuando la tengamos del todo ya veremos.
- Como dejaste la clínica veterinaria...
- Aquello era una explotación. Tenía que trabajar como autónomo, figúrate, me pagaban por servicio, pero tenía que estar allí siempre. Y a Ivvy igual. Sólo tenía contratos temporales: cuatro meses de trabajo y dos en el paro. La vida de los inmigrantes es muy jodida.
- Y eso que sois inmigrantes cualificados, -dije- que si no lo fuérais.
- Es más o menos igual, no creas. No sabes la cantidad de licenciados, sobre todo del países del Este de Europa que trabajan en la construcción de cualquier manera. Hombre, claro, si te contratan ganas más, pero te putean igual.
Ivvy había terminado de amamantar al rorro que entregó a su marido para que le sacara los aires dándole palmadas en la espalda, se abrochó la camisa y suspiró diciendo:
- Es siempre lo mismo.-Se volvió hacia mí, añadiendo- y, además, Hamilton tuvo que salir escapando de Colombia para salvar el pellejo.
- ¡Ah! ¿Sí? ¿Qué le pasaba?
- Eugenio lo sabe. Las guerrillas secuestraron a su papá, pidieron un rescate que su familia no pudo reunir y lo mataron nomás, lo dejaron tiradito en la circunvalar de Bogotá con una carta en un bolsillo en la que decían que pensaban ir por Hamilton.
- Imagínate -completó éste la explicación- teníamos una pequeña explotación a la entrada de la capital y ninguna defensa. Eran los años duros en que la guerrilla y los paramilitares andaban por sus respetos. Ahora la situación ha cambiado mucho, porque el presidente Uribe es muy derechas y todo lo que quieras pero ha conseguido restablecer la seguridad en el país. Antes el solo hecho de ir por la carretera en coche ya era un peligro.
- ¿Y no os interesa volver ahora que las aguas han vuelto a su cauce? -preguntó Eugenio.
Se cruzaron una mirada cargada de sobreentendidos. Se veía que era asunto que habían tratado varias veces quién sabe cuántas. Lo frecuente es que los emigrantes, los exiliados, aprovechen los cambios favorables en su tierra para volver a ellas.
- Quizá sí -dijo Hamilton arrastrando las palabras- y a lo mejor hacemos mal quedándonos aquí. Pero es que vosotros no sabéis cómo estaba aquello. Era invivible. Todos pensábamos en irnos y no volver. Era una situación supremamente jodida. Déjame decirte que cuando han matado a tu papa, que no había hecho nada salvo ponerse en el camino de unos asesinos, cuando pueden venir por ti, cuando tu mamá ha tenido que cerrar la explotación e irse a vivir con una hermana suya a la capital, si sales te quedan pocas ganas de regresar. Aquello era entonces un infierno y puede volver a serlo en cualquier momento.
- Es curioso, uno escucha a García Márquez, lee sus libros y piensa uno que las cosas no pueden ser tan extremadas.
- Pero es que García Márquez es un escritor universal, que no representa lo que es Colombia. La realidad colombiana la retrata mejor Botero.
Una vez en España cuando ya llevaba cuatro o cinco años malviviendo, un buen día conoció a Ivvy en casa de unos amigos colombianos que festejaban un cumpleaños y la vida se le había vuelto a enderezar. Tenían los dos conciencia de que era una segunda oportunidad que no debían dejar pasar. Él había cumplido cuarenta y dos años y ella estaba probablemente al final de la treintena.
- Tengo treinta y nueve cumplidos -dijo riendo-. No me importa decirlo. Tuve a Sergio (el niño mayor) con treinta y siete. Te diré que en el hospital en donde di a luz al mayor me tenían clasificada como "primípara añosa". -Y volvió a reír.
Al final así son las cosas. Mientras yo viajaba por puro placer, porque me divertía y quería tener experiencias nuevas, hay gente que viaja a la desesperada, que no tiene otro remedio, para sobrevivir. Realmente, la pareja Hamilton-Ivvy se había ganado mi simpatía. No hay que andar buscando explicaciones retorcidas, interpretaciones rocambolescas. Lo que la gente quiere es un empleo decente, un salario digno, una vivienda aceptable aunque no sea lujosa y un poco de seguridad, de tranquilidad, de rutina para poder críar a los hijos, ganarse honradamente la vida sin grandes dispendios y llegar a viejos sin sobresaltos. Si eso lo tienes garantizado en tu país, te quedas; si no, buscas otro y al final tu patria es donde puedes hacer realidad tu sueño.
El bebé se había quedado dormido. Su padre lo depositó en la cuna con mucho cuidado y, volviéndose hacia nosotros, nos dijo que se encargaba de hacer la cena. Eugenio empezó a decir que no se molestara, que podíamos arreglarnos yendo a un restaurante cuando sonó mi teléfono móvil. Del taller decían que mañana por la mañana tendrían la pieza y, por lo tanto, podríamos recoger el coche sobre las doce del mediodía. Era una buena noticia y, para celebrarla, decidimos salir a comprar una tarta que coronara la magnífica cena que Hamilton se había comprometido a hacer.
(La imagen es una viñeta de Aubrey Beardsley).