dimarts, 2 de desembre del 2008

Caminar sin rumbo (XX).

El amor improbable

Allí me quedé, en mitad de la acera pasado el mediodía de un día cualquiera de otoño en la ciudad de X*** sin saber qué decisión tomar. Vlam me había dado dos horas, más o menos, el tiempo de un almuerzo. Podía pensármelo, por ejemplo y acudir a la hora del café. Eso tiene sus ventajas y desventajas. Abrevia el tiempo, pero lo hace más intenso. Los almuerzos son como ejercicios de esgrima; las sobremesas, al menos en España son faenas de descabello y aterrizar en mitad de seis desalmados/as en estado de excitación no es perspectiva halagüeña por mucho que por allí anduviera Laura. Además, lo más seguro sería que no iría porque, la verdad, no quería saber nada de aquella gente. Es decir, no quería saber, a pesar de que éste, el contacto mismo con la realidad, es el núcleo del saber, es la experiencia directa; si no la hay o si la que hay no es directa sino de oídas, a saber lo que acaba uno pensando. En fin tampoco es necesario decir que el conocimiento teórico se basa en la experiencia empírica pero ésta no tiene por qué ser inmediata, física, intuitiva. Debe ser posible proponer medidas sobre los asesinos, conocerlos, sin necesidad de ser uno de ellos. Aunque sí, está claro que el conocimiento teórico suele ser quimérico. Da lugar a entes de razón, seres monstruosos que se instalan a vivir entre nosotros sin que acabemos de comprenderlos del todo y unos nos resulten más simpáticos que otros según las épocas: Leviatán, por ejemplo o los derechos del hombre (cuyo concepto de hombre no solamente no incluía a la mujer lo cual hasta cierto punto fuera lógico, sino que tampoco incluía al hombre negro, cosa que fue gran injusticia como puede verse hoy mirando a la presidencia de los EEUU), la voluntad del pueblo, la comunión de los santos, la conciencia de clase, el espíritu de cuerpo, la superioridad de la raza, la guerra santa o la alianza de las civilizaciones. Definitivamente, renunciaría a incorporarme al almuerzo, cerraría un capítulo nuevo con Vlam después de tantos años y volvería a mi camino.

Tendría que encontrar algún lugar para alojarme, donde lavar mi ropa y adquirir alguna nueva de recambio. Mientras me ponía en marcha no dejaba de pensar en la invitación. Los seres humanos somos indscriptibles: sólo nos interesamos por lo que nos atañe. Para mí, aquel almuerzo se componía de una masa confusa de cinco invitados cada uno de los cuales podía ocupar un capítulo entero del Guinness de los delitos si es que lo hay y una figura aparte, rutilante que, aun sin rasgos precisos, como esos rostros de maniquíes de Chirico que parecen balones de rugby pero pueden ser huevos cósmicos, irradiaba luz en toda la estancia: Laura. La información de Vlam había despertado en mí un recuerdo perdido en los recovecos más telarañosos de la memoria, una relación que tuve con una semimonja de muy jovencito yo y no tan jovencita ella. Preparaba yo por entonces recién acabada la carrera oposiciones a técnico de la Administración Local en el entendimiento de que por muy bajo que fuera mi resultado en caso de pasarlas no podrían mandarme a ejercer más allá de la linde municipal pues no quería marcharme de la capital a la que me unía la misma relación de amor/odio que me une hoy. Como buen opositor tenía una habitación en una pensión de mala muerte del centro en un edificio del siglo XVIII probablemente a punto de alcanzar la noble condición de ruinoso en cuya escalera los escalones de madera presentaban unas holladuras que parecían el valle de la Orotava y gemían y crujían según en donde fuera uno pisando. Me ganaba la vida dando clases particulares de lo que saliera en bachillerato, corrigiendo pruebas en las editoriales, haciendo traducciones mal pagadas, escribiendo novelas del Oeste bajo seudónimo, vigilando clínicas por las noches o cualquier sitio en donde pudiera chapar los temas de la oposición. Fue en esa escalera en donde me encontré un día a Teresa; bueno en realidad me dijo que se llamaba Teresa de los clavos de Cristo pero yo decidí dejarlo en Teresa. A cambio, cuando intimamos, jamás lo reduje a "Tere". Hubiera sido una falta de respeto. Me daba cuenta entonces (o sea, ahora, en el tiempo de este relato) de que jamás conocí su nombre de verdad si es que no era el que me dio, que no lo era porque pretendía profesar con él, como si fuera su nombre de guerra... de guerra conyugal, de guerra de novicia, de virgen. Acudía todas las tardes a las seis de la tarde al piso superior al de la pensión a cuidar a una anciana que no se valía, llevaba una especie de uniforme de teresiana: rebeca gris, camisa blanca de cuello abierto, pañuelo a la cabeza, falda parda plisada casi hasta los tobillos y zapato bajo. Coincidimos un día en el portal, subimos andando la escalera mientras hablábamos, nos quedamos unos minutos en el rellano de mi piso, luego la acompañé al suyo, estuvimos otro buen rato de charla, me dijo a qué hora salía y allí estaba yo a esperarla, la acompañé hasta su comunidad, para lo que había que coger el metro y ya hicimos amistad. Para mí aquella relación tenía un interés morboso, alimentado en todas las fantasías que en los adolescentes despiertan las mujeres que profesan y me puse a cultivarla como un loco, pero no me fue necesario esperar mucho porque antes de la semana éramos amantes. Creí comprender entonces que desde el momento en que una monja o una que se ve tal pone sus ojos en ti y acepta tu compañía y amistad, la ruptura grande ya se ha producido y de ahí al amor y al amor carnal sólo hay un paso. Más tarde, bastante más tarde, cuando nos separamos fue ella la que me aclaró que yo había sido un experimento en su vida, que aquella tarde, al entrar en el portal, ya llevaba intención de ligarse al primer hombre con el que se encontrase; al primero ligable, claro estaba; no a un cura o a un padre de familia, casado con la suegra a cargo. Y ese fui yo que, por entonces me di por satisfecho con la primera explicación, sobre todo porque tenía interés en darme por satisfecho. Teresa me sacaba casi quince años pero mantenía una espléndida plenitud de formas que ocultaba bajo su vestimenta desabrida y que, al quedar a la vista en las pocas ocasiones en que podíamos permitirnos tal lujo al comienzo, ella se obstinaba en ignorar e incluso en mortificar y maltratar, como si le molestara tener los senos firmes, las nalgas enjutas y el vientre plano y quisiera ser tripuda, avejentada, apellejada y en eso encontrara mayor placer que la visión real de sí misma.

Entre el picorcillo de lo blasfemo -estaba quitándole un a novia a Cristo- la curiosidad que sentía por la persona y el carácter contradictorio y angustiado de ésta, viví unos meses en vilo y, por supuesto, me suspendieron en las oposiciones, lo que en aquel momento agradecí porque me permitía dedicarme en cuerpo y alma a mi amada, a la que había iniciado en las maravillas del amor, yo que no sabía nada de él, porque nunca había tenido una relación duradera con nadie; ligues más o menos prolongados, de un día a varias semanas, muchos; estables como aquel, que traspasaba el tiempo que iba de una vacación a otra, ninguno y me sentía poseído de mi importancia. Añádasele que estaba llevando de la mano a una mujer que podía ser mi madre y que me miraba con la atenta devoción con que imaginaba que debía contemplar a su divino esposo. De forma que yo, tipo medianejo sin remedio, tan apagado que cuando me ponía un traje todo el mundo me preguntaba si iba de boda pero nadie si era el novio, yo, digo, me sentía como Febo Apolo deslumbrando a Esmeralda, con la diferencia de que mi Esmeralda no solamente jamás holló el suelo con el pie desnudo ni bailó en la calle sino que se persignaba cuando pasábamos ante una iglesia, como pidiendo perdón por haber perdido conmigo la virginal condición que la gacía valiosa a los ojos de aquella.

Para mí fue una relación muy importante que se consolidó con grandes incomodidades en los escasos momentos en que conseguíamos escondernos en mi cuarto, viéndonos obligados a hablar en susurros, apenas movernos, tener cuidado de no arrastrar una silla pues en aquel piso de interminable pasillo que actuaba como amplificador, todo se oía y Teresa era de las que gritan al follar con lo que aquello era un continuo sufrimiento que sólo se rompió un día en que no habiéndo llegado a tiempo de taparle la boca, la mayonesa se revolvió y, esa misma noche, después de cenar, la patrona me llevó a la cocina, me dijo que aquello no podía tolerarse, que su casa era una casa seria, que no era una casa de citas, que los otros huéspedes se habían quejado y que, en definitiva, me daba una semana para buscarme otro sitio y que, en el ínterin, aquella... señora (dijo señooooora) no podía volver a visitarme. Fue entonces cuando Teresa decidió alquilar un pisito no lejos de allí con unos ahorros de que disponía, trasfirió los cuidados de la anciana a una sustituta, se despidió de su comunidad y nos instalamos a compartir nuestros destinos, nuestras penas y nuestras alegrías por lo que aquello durara.

Teresa quería que firmara las oposiciones a la Escuela Diplomática porque ella, que era de buena familia, aunque nunca me precisó gran cosa sobre aquel aspecto ni sobre ninguno de su vida, tenía un primo que las había sacado, estaba de secretario o de canciller o no sabía de qué en nuestra embajada en Lisboa y había que ver qué bien vivía, que ella pudo verlo en cierta ocasión en que fue a visitarlo y anduvo paseando por la playa de Cascais. Yo la verdad no le hacía mucho caso porque siempre he congeniado más con la modesta, segura, fiel administración local que tiene menos brillo que el cuerpo diplomático pero es sentimentalmente más cercana. Todo lo más que estaba dispuesto a considerar era cambiar el cuerpo de técnicos de administración local por el de técnicos de la administración central. Tenía algunos amigos que pertenecían al segundo que parecía renacentista por lo polivalente, muchos de cuyos miembros se tienen por príncipes florentinos, en una obvia desmesura de la función y no concebía que se le pudieran hacer reparos. Quizá tomara, sí, aquella decisión. Pero entonces tenía veinticuatro años, cuando me hablaban del futuro me sonaba a la tierra de nunca jamás. Lo que más me interesaba, siguiendo natural inclinación de la edad, era estudiar el cuerpo desnudo de Teresa, verla desplazarse por el pisito, como a la dérobée, tratando de ocultarse y de lucirse al mismo tiempo en una ambivalencia permanente que la asaltaba con frecuencia. De hecho yo había empezado a dibujarla en papel, al carboncillo, en distintas posturas, le pedía que posara para mí, hacía bocetos, me encantaba verla. A veces pegaba un salto, se acurrucaba junto a mí y con tono de cría, de cría de casi cuarenta años, me preguntaba si no veía yo qué terrible decisión había tomado, cómo Dios no la perdonaría después de haberlo abandonado, como no la perdonaría su padre (su madre había fallecido unos años antes), que de sobre lo sabía ella, razón por la cual no le había dicho nada salvo que estaba retirada porque tenía una crisis de vocación y que fuera mejor que no la localizara, que ya lo haría ella cuando quisiera. Como ya no podía perdonarse a sí misma y tenía que despreciarse y se retorcía las manos con desesperación y yo bebía los gruesos lagrimones que le manaban de unos ojos grandes y oscuros que no conocían el rimmel ni les hacía falta porque siempre miraban desde algún tipo de fiebre y no todas sanas y acabábamos enredados en el suelo, sacándonos el alma a mordiscos.

Realmente sólo sabía hacer lo que Teresa en cierto modo me ordenaba pues, aunque ella venía siempre sumisa, preguntándose si tal ocurrencia que acababa de tener (súbeme la cremallera de la falda), que le venía rondando desde hacía un buen rato (abróchame los botones de la camisa en la espalda), era razonable pues consistía en (átame la cinta de recoger el pelo) cerrar el piso y marcharnos a pasar unos días a la playa de Cascais (sujétame bien sujeta por la cintura y apriétame y no me sueltes, no me sueltes que me pierdo, que eres lo único sólido que tengo en un mundo que naufraga en torno mío), con lo que toda la urgencia de la mar bravía estallaba dentro de mí, el piso se cerraba en un visto y no visto, los bultos de equipaje se hacían por ensalmo, sacábamos los billetes de tren para Lisboa y, embarcábamos dos horas después en un antiguo intercity, Teresa de los clavos de Cristo y yo, que me veía como un corcho nadando al capricho del correr de un torrente, pero estaba convertido en un mástil firme, un faro que señalaba seguro el camino, quizá en un clavo más aunque bien claro estaba que no de Cristo sino en todo caso del diablo. Sentados el uno junto al otro mientras aquello arrancaba perezosamente como dicen los literatos se me ocurrió pensar que pues el plan era caer sobre un apartamento que su primo el diplomático tenía allí alquilado lo mejor hubiera sido prevenirle por teléfono.

- Ya lo he hecho. No soy tan descuidada.

- ¿Cuándo?

- Ayer.

(Continuará).

(Las imágenes son tres óleos de Ramón Casas, la 1ª y la 3ª, Desnudo (1894) y Figura Desnuda (1894) están en el Museu del Cau Ferrat, Consorci del Patrimoni de Sitges, Sitges y la 2ª Figura desnuda (1893) Museu Nacional d'Art de Catalunya, Barcelona).