A estas alturas Marsé debe de ser de los autores más premiados en el panorama literario español. Lógico si se tiene en cuenta que lo suyo es una vocación intensa al estilo de los viejos novelistas estadounidenses de fines del XIX y primeros del XX, una vocación que lo ha llevado a mezclarse de tal modo con su mundo imaginario que no hay modo ya de distinguir en Marsé entre lo que es ficción y lo que es realidad. Es más, el mero distinguir ambos términos, realidad y ficción, en su caso es inútil.
Siempre he pensado, ignoro si con acierto, que había un parecido entre Marsé y Umbral. Los dos hacen una literatura on the beat, los dos trasladan al papel una especie de rabiosa lucha por enderezar la realidad y, al tiempo, encajarse en ella. Pero también he pensado siempre que lo que en Umbral es al fin dandismo y distanciamiento, es ruda autenticidad en Marse. Ruda, hirsuta, hosca, desgarrada. Estaba ya presente en Últimas tardes con Teresa, la primera novela que le leí y que me convirtió en adicto al autor y ha seguido como un torrente a lo largo de toda su producción, en Encerrados con un solo juguete, aunque a él no le parezca gran cosa, La muchacha de las bragas de oro que debe de ser uno de los libros que ha movido más envidias en el último medio siglo por su capacidad para situarse en el terreno inefable de la juventud eterna sin trabas para noquear la mierda rememorada de los años sórdidos de la dictadura, hasta Rabos de lagartija, mundo de mundos, muestra de dominio de todas las técnicas narrativas, planos de ficción, tiempos, estilos y perspectivas.
Este Cervantes que le han dado reconoce una trayectoria de un creador que es víctima de su propia fuerza, un creador que debe sus muchos méritos al hecho de no haberse dejado doblegar no ya por las convenciones de los distintos tiempos en que ha vivido, la dureza de sus orígenes o los halagos del éxito, sino de su propia tendencia (que tendrá, supongo, como la tenemos todos) a acomodarse, a decirse que ya ha llegado, que está instalado, que qué más espera. Porque en la pelea que Marsé empezó desde sus mismos comienzos, su pelea contra los distintos medios asfixiantes en que hubo de desenvolverse, su obstinada intención de afirmarse como él mismo, ha ido ganando batallas (lo han acabado aceptando en todas partes donde antes lo rechazaban por razones de clase, lingüísticas, de estilo, de personalidad) y hasta cabe pensar que ha ganado la guerra (han acabado aceptándolo como es, no como se quiere que sea) pero uno tiene la convicción de que seguirá siendo Marsé, un escritor incómodo, solitario, sin pares, sin escuela, sin filiaciones, sin connivencias. Me alegra mucho que mi país reconozca el mérito creador de un hombre que de verdad se ha hecho a sí mismo, no como frase, si no como áspera realidad, que no debe nada a nadie y que puede presentar una obra rica, diversa, sorprendente.
Le dan el Cervantes y Pijoaparte sigue tan campante.
Por cierto, también me pareció estupendo el Nacional para Juan Goytisolo. Es la hora de los Juanes. Otro rebelde, impertinente, imposible de encajar en disciplina alguna, otro narrador contra la corriente, si bien con notables diferencias respecto a Marsé. Lo que en éste es vitalidad, espontaneidad e inmediatez viene a ser cerebralidad y cultismo literario en Goytisolo. Pero no en demérito de la fuerza de su obra. Es, para que yo mismo me haga una idea, como si hubiera que comparar a Nelson Algreen (Marsé) con Norman Mailer (Goytisolo). El autor de la trilogía de Álvaro Mendiola tiene una literatura más reflexiva y menos explosiva, más encajada en cánones pero, en cambio, abarca más géneros y explaya su creatividad en formas a su vez no clasificables.
Ambos malditos se merecen de sobra estos galardones y otros más altos.
(La imagen es una foto de Público, bajo licencia de Creative Commons).