Ayer cumplió tres años mi hijo Ramón, a quien vemos a la izquierda muy satisfecho de haber apagado sus tres velas, en compañía de su madre y de su hermano Andrés. La fiesta estuvo muy bien y a Ramón la cayó tal cantidad de regalos y juguetes que estaba abrumado y no sabía por dónde empezar. A juzgar por lo que sus parientes, madrinas (pues tiene dos) y amigos en general le trajeron le queda trabajo para los próximos tiempos pues habrá de aprender a montar en bicicleta, armar y desarmar tiendas de campaña, pintar, dibujar, dirigir coches a distancia y organizar complicados rompecabezas. Muchas exigencias para tan corta edad. Supongo que con los tiempos de incertidumbre y mayor competitividad que se avecinan es conveniente que vaya acostumbrándose desde muy chico y eso a lo mejor lo afirma también en su autoestima y personalidad. La verdad es que no lo sé. Cuanto más observo crecer a mis hijos ahora me sucede lo que ya me sucedió con los anteriores, que hoy están enfocando la treintena, que no entiendo cómo evolucionan. Ya solamente observar cómo van ampliando su competencia lingüística me llena de admiración.
Tampoco debe ignorarse que la mezcla de adultos y niños con juguetes que es necesario entender, armar, poner en funcionamiento da como resultado que sean los adultos quienes acaben disfrutando de los juguetes, muy curiosos y refinados. Como ya lo hicieron el día anterior, preparando la escenografía, colgando globos de colorines y adecentando el jardín. Cuando buceo en mi memoria recordando los que me regalaban a mí de pequeño en aquellos años de miseria general en el país tengo una sensación agridulce de ternura y desconsuelo. En fin, que todos lo pasamos muy bien, especialmente los pequeños. O sea, todos.