Sabido es que en los procesos penales, en donde se enfrentan intereses contrarios, la única verdad que puede quedar razonablemente establecida es la verdad judicial que, por regla general, nunca deja enteramente satisfecha a ninguna de las partes, pero que es la única que un orden social racional puede admitir. Ante toda sentencia que cierra un caso y sin contar con la eventualidad, siempre posible, de un error, la verdad habrá de ser la que digan los tribunales que ha sido. Frente a ella siempre será posible sostener hipótesis distintas más o menos fundadas o fantásticas, siempre se podrá decir que la sentencia no condena a todos los culpables o no todos los condenados son culpables, pero esas especulaciones no pueden gozar de operatividad social alguna.
En el caso del 11-M, la sentencia que ayer dio a conocer el Tribunal Supremo cierra el proceso definitivamente con unos condenados, unos absueltos y una interpretación de los hechos razonablemente fundamentada que atribuye el atentado a una célula yihadista y excluye toda participación de otras instancias delictivas, ETA, policías corruptas, el PSOE o cualesquiera otras tenebrosas conjuras que los partidarios de la llamada teoría de la conspiración han venido proponiendo durante años desde las páginas de El Mundo o Libertad Digital. No obstante es curioso comprobar cómo los mismos medios sostienen que la sentencia no prueba lo que prueba sino lo contrario, esto es, que no se conoce al "autor intelectual" del atentado y que las sucesivas memeces que se fueron argumentando a lo largo del proceso siguen en pie, que si la cadena de custodia, la kangoo o la dinamita utilizada. Por no hablar del uso torticero que se hace de la muy fundada observación del Supremo acerca de que los trenes se destruyeron demasiado pronto, precluyendo la posibilidad de posteriores exámenes, que viene a presentarse como la prueba del nueve de que el proceso es una chapuza. La sentencia pone fin a la payasada pero los payasos quieren seguir con la función, entre otras cosas porque es muy duro quedar tan evidentemente en ridículo.
Se comprende que quienes han estado cuatro años torpedeando el procedimiento hasta el momento mismo de la vista pública no están interesados en el descubrimiento de verdad alguna distinta de la que insidiosamente llaman "versión oficial" porque saben de sobra que no existe y que frente a la dicha "versión oficial" sólo tienen una serie de brumosas insinuaciones que ofrecer (y que la sentencia denuncia de forma meridianamente clara) cuya finalidad es deslegitimar el proceso, paralizarlo y dejarlo en el limbo de que todo sea posible para justificar retrospectivamente aquel delirio del Gobierno del PP en el año 2004 de colgar el atentado a ETA con el doble fin de escurrir el bulto por el disparate de la participación de España en la guerra del Irak y de ganar las elecciones.
Lo asombroso no es que unos orates o aprovechados hayan intentado colocar una historia de ufología para lo cual han dispuesto de medios escritos abundantes y hasta de un canal de televisión como TeleMadrid, puesta a su servicio por entero y de la difusión de todas las patrañas imaginables que pudieran obstaculizar la labor de la investigación, y que hayan intentado hacerlo en sede judicial; lo asombroso es que haya habido gente que diera crédito a semejante sarta de majaderías y, sobre todo, que éstas llegaran a ser esgrimidas por defensas y letrados en el curso del procedimiento en una vergonzosa falta de ética profesional.
Que los citados medios de la conspiración seguirán proponiéndola como "explicación" es muy de esperar por cuanto entra dentro de la mitología (de hecho ya lo han apuntado) según la cual corresponde a la prensa "de investigación" (que maldito lo que ha investigado en esta caso) la tarea de cumplir las funciones que las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado no cumplen. Por descontado, es una prolongación de la misma payasada; pero no cesará de repente sino que, como los viejos soldados, irá fading away.
(La imagen es una foto de Don Fulano, bajo licencia de Creative Commons).