Consuelo Laiz, buena amiga y competentísima politóloga, preocupada desde hace años por cuestiones relativas a la izquierda y el nacionalismo, ha tenido una idea orientada a una práctica que es más habitual entre psicólogos, sociólogos, historiadores o antropólogos, consistente en tratar de dilucidar un problema poniendo a las posibles partes implicadas a hablar de él. El problema aquí es el del título del libro (¿Se puede ser nacionalista y de izquierda?, Libros de la catarata, Madrid, 2008, 165 págs.) y las partes implicadas o, mejor dicho, los representantes de las partes implicadas, son el señor Patxi Zabaleta, dirigente de Aralar, partido independentista pacífico navarro y el señor Juan José Laborda, histórico militante del PSOE. Una elección acertada porque se trata de dos personas ecuánimes, civilizadas, con larga experiencia, actitud dialogante y que, aun defendiendo posiciones políticas enfrentadas (el uno la independencia de Navarra cuando menos y del conjunto de Euskal Herria cuando más y el otro el statu quo), se conocen entre sí y se respetan y aprecian.
La profesora Laiz escribe una densa introducción situando el tema en debate, tratando de puntualizar por separado qué sea la izquierda, cosa bastante ardua, y qué sea el nacionalismo, cosa punto menos que imposible. Se remite al antecedente del historiador británico Hobsbawn, estudioso del nacionalismo, para señalar que el de hoy parece ser de carácter secesionista, y recuerda el intento de los austromarxistas por cohesionar ambas actitudes, esto es el izquierdismo y el nacionalismo. Si no he entendido mal atribuye el fracaso austromarxista al predominio del leninismo-estalinismo. Algo de eso habrá, pero no es suficiente pues las cuestiones de hecho jamás podrán validar o invalidar las ideas. Más importancia tiene a mi modo ver que el marxismo no pueda explicar el nacionalismo se ponga como se ponga por caer fuera de su armazón conceptual. La prologuista plantea asimismo el espinoso asunto de los derechos colectivos y da luego la palabra a los dos interlocutores a los que apenas acota el terreno, salvo los grandes grupos de temas de los que los dialogantes tienden a salirse una y otra vez.
Aunque se lea el libro con predisposición favorable, cual es mi caso, resulta imposible evitar la impresión de que el diálogo es un ejercicio fútil y de que estamos muy lejos de haber escenificado un ejemplo del ideal habermasiano de la comunicación diálogica. No se trata tan sólo de que ninguno de los interlocutores consiga convencer de nada al otro sino del hecho de que, en realidad, es imposible que se entiendan porque emplean continuamente los mismos términos pero les dan significados distintos y, como no se paran a ponerse de acuerdo, la conversación no puede llevarlos a ninguna parte. Algo muy evidente cuando hablan de la ideología. Cierto que se trata de un concepto en el que tampoco hay acuerdo entre los especialistas pero, cuando menos, éstos pueden ponerse de acuerdo en cuántos desacuerdos hay, cosa que no sucede con los dos interlocutores. El señor Zabaleta afirma en varias ocasiones (pp. 46, 93) que la izquierda tiene ideología y la derecha, no. El señor Laborda, por el contrario, afirma que es la derecha la que tiene ideología y la izquierda, no (p. 95). Que se trata de conceptos distintos de ideología salta a la vista; que debieran indagar sobre las discrepancias, también. Pero no lo hacen.
Eso mismo pasa con el resto de las cuestiones, incluso aunque no se produzcan disfunciones tan llamativas. Por ejemplo, ambos sostienen ser de izquierdas y ninguno cuestiona el izquierdismo del otro abiertamente. Sin embargo, es imposible no percibir en ambos discursos un punto de duda sobre la dimensión de la izquierda del interlocutor. Se echa en falta un intento por tratar de captar el fenómeno de izquierda sobre todo porque lo que verdaderamente se debate es si el nacionalismo es o no compatible con ella y es imposible de averiguar si no se deja en claro qué sea la izquierda, cosa nada evidente a comienzos del siglo XXI.
Entrar finalmente en el jardín del nacionalismo es un verdadero galimatías. El terreno de juego que queda establecido desde el primer momento sin que ninguno lo cuestione es que el señor Zabaleta es nacionalista en tanto que el señor Laborda, no. Por supuesto el primero sostiene que se puede ser de izquierda o de derecha y nacionalista. En el razonamiento del segundo está implícito, aunque él no lo formule nunca porque el diálogo se da en términos muy educados, que eso no es posible. Él, una persona de izquierda, no es nacionalista y el señor Zabaleta no plantea objeción alguna a este pronunciamiento que sin embargo la tiene y muy poderosa: el señor Laborda es un nacionalista español que, como muchos nacionalistas españoles, al ser lo que el señor Anasagasti llama, quizá no con mucha elegancia pero con bastante claridad, "nacionalistas satisfechos" porque tienen un Estado que dan por supuesto, sostiene no ser nacionalista. Sólo son nacionalistas según esto los "insatisfechos", los que reclaman un Estado, la independencia. Pero a fuer de justos hemos de decir que los "nacionalistas satisfechos" también son nacionalistas pero no les hace falta decirlo porque ya tienen un Estado que lo hace por ellos con lo que, en el mejor de los casos, son nacionalistas sin saberlo por la misma razón por la que el único que no sabe que vive en el agua es el pez.
Este es un punto crucial que el diálogo no aclara: que el debate no es entre un nacionalista vasco y un español no nacionalista sino entre dos nacionalistas de izquierda de naciones distintas. Visto esto así el resto de los temas muy ricos y variados que ambos interlocutores tratan con elegancia y brillantez se ve con otros colores. El nacionalista español que dice no ser nacionalista insiste en varias ocasiones en la importancia del individualismo en la época contemporánea, los fenómenos de integración europea y globalización mundial (p. 63), fenómenos todos ellos que quieren mostrar la falta de importancia de los nacionalismos de cuño estatal, cosa poco convincente porque ninguno puede invocarse en menoscabo de la idea de que los nacionalismos no españoles, vasco, catalán o gallego, hagan lo mismo, esto es, abrirse a la importancia de los individuos, integrarse en Europa o sumirse en la globalización pero desde el escabel de su propia personalidad nacional.
A su vez el señor Zabaleta, empeñado en legitimar su nacionalismo y demostrar la necesidad de la nación emergente y su plenitud, en lugar de acudir al único argumento válido que es el de la voluntad política (el mismo sobre el que se basa la nación española pues no hay otro), acaba propugnando un iusnaturalismo de raíz lockeana que nos retrotrae al siglo XVII: "Los derechos naturales no son una falacia. El individuo y la persona están antes que el Estado." (p. 118). Y aquí vuelve a abrirse un jardín borgiano de los senderos que se bifurcan pues el señor Laborda que habla con otro lenguaje incompatible con el anterior postula una idea positivista de los derechos y ambos chocan en lo referente al de autodeterminación que si para el señor Zabaleta (es de suponer) es una de esos derechos naturales (lockeano y bueno, claro es), para el señor Laborda nos hace volver "al Estado de naturaleza hobbesiano" (esto es, malo) (p. 126), tambien en el siglo XVII. No estoy muy seguro de que dos personas que se ponen a hablar en el siglo XXI y llegan al siglo XVII estén haciendo grandes avances.
Y el asunto adquiere caracteres graves cuando se aborda una cuestión crucial en esta polémica que la moderadora plantea varias veces hasta que los interlocutores deciden entrar "al trapo", el de la existencia o no de los derechos colectivos. Para el señor Zabaleta que resulta ser un sólido comunitarista estos derechos son indubitables. La cuestión es: estos derechos colectivos ¿también son anteriores al Estado? ¿Existe una comunidad anterior al Estado o debemos hablar mejor de una horda? Y la aporía no mejora cuando se mira del lado del señor Laborda para quien los tales derechos colectivos son una quimera ya que únicamente el individuo puede ser sujeto de derechos lo que quiere decir que necesariamente tendrán que ser anteriores al Estado puesto que éste sólo puede entenderse como el instrumento del que se dotan los seres humanos para garantizarse unos derechos "preexistentes".
No hay duda de que el diálogo entre estos dos interlocutores es muy enriquecedor pero no alcanza un mayor grado de concreción porque ninguno de los dos está dispuesto a considerar la razón que pueda asistir al otro dado que ambos mantienen actitudes esencialistas que, al relativizarlas, se diluyen como un azucarillo en agua, siendo así que la realidad social, la de aquí y ahora, que es la única existente es una mezcla de ambas, del esencialismo de los principios con la contingencia de la historia. Las naciones surgen en la historia por un acto de voluntad y representación que diría Schopenhauer pero se mantienen por una llamada continua a los principios esenciales cuyo valor instrumental se agota en la función legitimatoria. Invocarlos para romper la contingencia es un buen ardid, pero no es más razonable que invocarlos para mantenerla. Y a quien Dios se la da, San Pedro se la bendiga.