Siempre me gustaron mucho las obras de Robert Rauschenberg, quien falleció ayer en Florida, porque eran verdaderas provocaciones. El hombre es recordado sobre todo como una especie de "puente" o "transición" entre el expresionismo abstracto y el pop; entre Jackson Pollock y Andy Warhol, para entendernos. Pero eso es reducir excesivamente su importancia y su influencia en el arte occidental que se extiende a lo largo de buena parte del siglo XX.
Rauschenberg, que había estudiado en Francia en su primera juventud, completó su formación en los Estados Unidos de la mano de Josef Albers, un típico representante de la tendencia Bauhaus que, con todos mis respetos, encuentro insoportable. Por fortuna para él, Rauschenberg abandonó pronto el frío formalismo y el culto al diseño de la Bauhaus para abrirse a movimientos mucho más rupturistas y prometedores, como el dadaísmo y el surrealismo. Estoy convencido de que los artistas que más influyeron sobre él fueron Marcel Duchamp y Joseph Cornell. La ilustración más arriba, su famoso Monogram, que se encuentra en el Museum of Modern Art, en Nueva York, no hubiera sido posible sin los ready mades del artista francés y, por supuesto, sin las extrañas construcciones de Cornell. Igual que ambos, recurrió a los collages como la mejor vía para hacer realidad su propósito de mezclar el arte con la vida, de dinamitar esa concepción hierática, meramente contemplativa de la obra de arte como algo perteneciente a un mundo aparte, para involucrar al público en la obra artística a través de una concepción amplia que también recuerda lejanamente la idea wagneriana de la "obra de arte total". Otro buen ejemplo, pareja con Monogram, y en el mismo sitio es su famosa Odalisca, a la derecha. Por entonces (mediados y finales de los años 50 del pasado siglo), Rauschenberg predicaba -y practicaba- su doctrina de que el artista no puede limitarse a un único tipo de materiales ni a un único estilo. Precisamente lo mismo que pensaba Picasso. Pero él era más radical, más provocativo que el autor del Gernika y, en el espíritu de Duchamp, recogía objetos de la basura para integrarlos en sus obras a las que fue acoplando pintura, fotografías, grabados, materiales sólidos, etc. Él mismo fue un poco hombre orquesta, como lo fue Warhol, pintor, grabador, fotógrafo, escultor y hasta coreógrafo.
En definitiva, las obras de Rauschenberg, que hoy se encuentran en muchos museos de arte contemporáneo y también por las calles de las ciudades, son las más adecuadas para que su contemplación (especialmente sus cuadros) levanten las iras de los burgueses alguno de los cuales no puede evitarlo y acaba barbotando lo de "¿Y esto es arte? ¡Mi gato pinta mejor!". Lo curioso del caso es que, quienes tales cosas dicen, no saben hasta qué punto están en lo cierto. El único inconveniente es que aún no ha nacido el gato capaz de ver que sus obras son mejores que las de los expresionistas abstractos. Al fin y al cabo, la técnica de los happenings, que Rauschenberg incorporó a su producción, una especie de traducción plástica de la "escritura mecánica" de los surrealistas, viene a ser la consagración de lo irracional como manifestación estética.
La importancia de la teoría y la práctica de Rauschenberg de mezclarlo todo, de romper las fronteras entre los estilos artísticos, de provocar en definitiva, de convertir la vivencia artística en un sobresalto, de sacudir al espectador y arrancarle la modorra autocomplaciente se observa en sus aportaciones al paisaje de algunas ciudades. Véase la composición de la izquierda, titulada Riding Bikes (1998) que se encuentra en Berlín. Pasa con ella como sucede con muchas otras obras de arte que forman parte de lo que se llama con espantosa expresión "mobiliario urbano" en nuestras ciudades, esto es, que la mayoría del tiempo la mayor parte de la gente no las ve. Es tal la capacidad de absorción de las urbes contemporáneas que estas piezas únicas son invisibles. Piense el lector madrileño en dónde puede haber visto una estatua de Botero o una mole de Chillida en la capital. Lo más frecuente es que sea necesario ir a propósito a buscarlas con la guía en la mano y sólo entonces se lleva uno la sorpresa de que allí mismo, integrada en lo que llaman los cursis el palpitar de la ciudad, hay una pieza tan curiosa, elegante y divertida como esas Riding bikes. Ciertamente no será extraño oír a alguien que eso lo hace él también y, al igual que con la observación del gato, también será cierto: eso puede hacerlo cualquiera. Pero tiene que ocurrírsele y, de momento, tales ocurrencias sólo las tienen algunos, muy pocos y, con la muerte de Rauschenberg, cada vez menos. Los demás, cuando nos piden un adorno para una plaza, proponemos una estatua de un laureado poeta apoyado en una columna o un salvador de la Patria a caballo.
(Las dos primeras imágenes son combines de Rauschenberg, que se encuentran en el Museum of Modern Art, en Nueva York. La tercera es una foto de Hans Bug, bajo licencia de GNU Free Documentation License).