dijous, 6 de març del 2008

Largo me lo fiáis.

Hace como dos semanas que arrancó El burlador de Sevilla, dirigido por Dan Jemmett en La Abadía, un teatrito que me agrada mucho porque rompe la separación convencional entre el patio y el escenario, haciendo muy cercana, casi inmediata, la acción de las obras al público. Lo que no siempre es acertado. Por ejemplo, aquí no. Como tampoco lo es otro de los rasgos de La Abadía consistente en multiplicar la cantidad de papeles que cada actor/actriz representa pues, sobre ser compañías de poco personal, tampoco cabrían todos en el escenario. Pero esa economía, cuando se trata de piezas abundantes en personajes, como un Don Juan, induce a mucho error, aparte de dar una imagen pobrísima y como un poquito absurda. Está bien hacer teatro en lugares tan pequeños pero conviene escoger obras ad hoc y no La tempestad, por ejemplo.

La inmediatez se complementa además con montajes de rabiosa actualidad en la escenografía y attrezzo posmoderno, lo que no tiene por qué ser necesarimente erróneo, aunque sí pueda resultar sorprendente que se represente Don Juan en una barra americana a pleno rendimiento en consumo de bebidas alcohólicas. Sucede que si, como es el caso, el texto de Tirso se recita tal cual, en el sonoro español del Siglo de Oro, hay una discordancia permanente entre el sonido, la musicalidad de la obra en un sentido sinestético y su visualidad. La irrupción de entreactos o entreescenas con una música que me pareció algún tipo de techno se acompasa bien con algún número coreográfico pero que le viene tan bien a la historia como a un Cristo unas boleadoras. En fin, y puestos ya, conviene evitar los anacronismos. La acción de la obra de Tirso es el tiempo de Alfonso Onceno, o sea, mitad del siglo XIV, cuando la batalla del Río Salado. No había armas de fuego y carece literalmente de sentido que don Juan mate al Comendador de un pistoletazo como si la obra fuera un dramón décimonónico.

Porque, en definitiva, cuando va uno a ver un Don Juan, uno va en busca del personaje otra vez. Que el don Juan Tenorio es un personaje literario español proyectado sobre la cultura mundial con fuerza parecida a la del Quijote. Son figuras universales, como Ulises, Dante (tomado como personaje de él mismo), Hamlet, Fausto y no sé si me queda alguno más, pues ya los otros me parecen secundarios.

Don Juan es el único que centra todo su ser en el sexo, es un personaje fálico y probablemente por eso no hay pensador que no haya echado su cuarto a interpretación del hombre sin nombre Que si don Juan es esto o lo otro, que si tal complejo o tal otro. Cuando está claro que es quintaesencia del hombre en cuanto vir, que es un animal en celo perpetuo. Lo divertido no es él mismo sino la visión de los demás (y de lo demás) que revela. El concepto en que se tiene aquí a la mujer no puede ser más denigrante. Se concentra en el verbo activo que todos, mujeres incluidas, emplean para describir las relaciones sexuales entre hombre y mujer, gozar (el hombre a la mujer), un uso lingüístico muy frecuente en el Siglo de Oro. Alguna de las Novelas Ejemplares versan sobre las consecuencias a largo, a veces muy largo, plazo de que un hombre haya gozado a una mujer.

Es curioso que el padre de la figura literaria masculina por antonomasia sea un fraile mercedario que lo fue toda su vida. Por eso tiene don Juan, personaje sexual, una clara proyección metafísica en la que se ve que el hombre se busca la ruina por su propia demasía, fiado como está a su mera razón humana. El juramento que don Juan pronuncia y que contiene su condenación con las viejas, ancestrales resonancias que asoman en las leyendas populares tipo "sacamantecas" es, al mismo tiempo, un monumento al discurso racional. Esto es lo que el dramaturgo teólogo quería desbaratar. Dice don Juan:Si acaso/la palabra y la fe mía/te faltare, ruego a Dios/que a traición y a alevosía,/me dé muerte un hombre muerto./(Que vivo, Dios no permita).

Absolutamente racional. Don Juan quiere engañar a Aminta y lo hace en un aparte, pero que no contradice el juramento ya que éste se basa en una comprobación racional típicamente ilustrada: que los muertos no matan; que no hay milagros. Precisamente el aparte excluye un mal real, esto es, que lo mate un hombre vivo y lo hace, sí, recurriendo al milagro, "que Dios no lo permita". He aquí una contradicción en que incurre el libertino don Juan y que lo arrastra al averno, pues bien sabe fray Tirso que hay milagros, que las estatuas caminan y cenan si Dios así lo quiere.

Sentado este Deus ex machina típico del realismo español, Tirso nos coloca luego la reflexión católica de la brevedad del humano existir, de forma que Mientras en el mundo viva/no es justo que nadie diga/¡Qué largo me lo fiáis!/siendo tan breve el cobrarse. Don Juan, el héroe de la potencia sexual, es un héroe efímero a pesar de él mismo. Obsérvese, con todo, que la historia no es otra cosa que una interpretación cristiana de aquella observación que aparece en alguna obra de Esquilo y de otros escritores griegos de nunca digáis de alguien que fue feliz en tanto no haya muerto.

Qué bien suena el castellano del siglo XVII aunque sea entre acordes sincopados y no entre melodías de vihuelas y tañidos de clavicordio.

(La segunda imagen es un figurín de Christian Bérard para la estatuta del Comendador, en unDon Juan de los años cuarenta, escena III, acto 3º.)