Un motivo frecuente de reflexión de las artes: la contemplación del decurso de la existencia. Algo más sencillo de representar para la pintura que para escultura y no digamos ya para la música. Porque ¿cuál es la música de la infancia? ¿La que la infancia produce, la que la infancia oye o la que la infancia escucha? Tampoco lo tiene fácil la literatura. Aunque de estas artes haya ejemplos, que sacaré en su momento, la reina indiscutible de la representación es la pintura porque evidencia de un vistazo el periplo completo de la existencia y en ese solo vistazo está encriptada la narrativa del ser humano. Algo que, se me ocurre, se hará preferentemente (no siempre; no es necesario) desde una edad más próxima al ocaso que al nacimiento.
La mera contemplación de las edades de la vida induce a una reflexión filosófica que enlaza los dos conceptos de una de las más célebres obras filosóficas del siglo XX, el ser y el tiempo, cuya relación es endiablada por cuanto el tiempo no es más que conciencia del tiempo y el ser, tiempo de la conciencia. Ese tiempo de la conciencia se materializa en las formas concretas de las edades; concretas, esto es, que pueden ser otras, pero siempre individuales. Cada edad se configura en un ser particular, pero los seres particulares a lo largo del tiempo no tienen porqué ser los mismos. Lo cual lleva a la cuestión de la identidad, que no hace aquí al caso.
Al caso hace aquí que las edades de la vida sólo se refieran a la vida individual que contiene en potencia la de toda la especie. A cambio, no hay edades de la especie. Sólo metafóricamente cabe hablar de "la infancia de la Humanidad". Entre la Humanidad que se considera en cada caso infantil y esta nuestra no hay en modo alguno el tipo de diferencia y similitud que se da entre la infancia y la madurez de una persona y mucho menos, de dos.
Y, además de reflexiones filosóficas (mira que se habrá escrito sobre la vejez, sobre todo en la vejez), al contemplar las edades de la vida se aproxima uno a algunos de los mitos o leyendas más persistentes a lo largo de los siglos: la edad de oro, la de la inocencia, la fuente, el árbol y el camino de la vida, la eterna juventud y el eterno retorno. Ahora no puedo entretenerme en ellas, pero lo haré en otros posts no menos interesantes que éste.
El cuadro de Arnold Böcklin (La vida es un breve sueño, un óleo que se encuentra en el Museo de Arte de Basilea) refleja las consideraciones anteriores e invita a otras nuevas e inesperadas, como buena pintura simbolista décimonónica. Se observará que el tratamiento no es en plano, como se acostumbraba canónicamente desde las representaciones medievales del tema, sino en profundidad; el espacio del cuadro se ahonda, narra la historia hacía dentro, en el sentido contrario al que discurren las aguas de la fons vitae, en cuyo nacimiento juegan los dos niños que tanto recuerdan a los querubines barrocos. Este Böcklin, en realidad, es un puente entre lo medieval y lo surrealista, si es que ambos momentos necesitan de un puente.
La fuente de la vida es uno de los dos vanishing points de la obra y el centro en torno al cual se organiza en círculo la sucesión de las edades, a modo de rueda de la existencia. Las dos figuras adultas, el semidesnudo de la mujer de espalda y la espalda del guerrero sobre su montura ocupan el plano medio, como corresponde a las edades de la vida y simbolizan la plenitud del amor y la guerra. En el último plano, el otro vanishing point, con la espeluznante escena de la muerte en acción, proyectada sobre las nubes del cielo.
No se olvide (en realidad, es imposible) que el cuadro es circular. La rueda de la existencia, la rueda del destino, el eterno retorno. Pues los hombres son, según dice Homero, "como las hojas de los árboles". Los de hoja caduca, se entiende.