Hay algo cíclico en la vida; tanto en lo individual como en lo genérico. La hipótesis del eterno retorno es muy antigua, pues aparece en las concepciones filosóficas hindúes y reza con la especie así como con el individuo que lo experimenta en la rueda del karma; de ahí pasará a Occidente a través, parece, de Pitágoras, hasta encontrar sorprendente acogida en Nietzsche. Todo ha de volver, todo ha de repetirse en el mundo y asimismo en la vida individual. Nacimiento, plenitud, decadencia, muerte, nuevo nacimiento. Es comprensible que el yo se piense eterno y rechace la idea de la mortalidad y que para ello acuda al consuelo de la circularidad que representa la eternidad de forma gráfica. El yo sabe que no puede volver a vivir su propia vida, pero aspira a vivir otra. Las edades son los vértices de los triángulos cuyos lados son los radios de una circunferencia y la secante que une los puntos en que los radios cortan a la circunferencia, que da vueltas como una rueda; la rueda del karma.
Por cierto, la manzana es, a su vez el leit motiv pictórico del fresco. Todas las figuras están desnudas, formando una curiosa composición en paralelo con los árboles del bosque y todas tienen un quehacer con la manzana. En la joven pareja es la mujer la que la sostiene en una actitud reminiscente de la leyenda bíblica de la tentación de Eva, mientras el hombre aparece pensativo. Ya en la edad adulta, en la plenitud de la existencia, el hombre es autónomo para procurarse la manzana de la vida o, si se quiere, para pecar por su cuenta.
El carácter rotatorio y circular del fresco suscita la idea de la vida como un torbellino. Al menos, a mí me la sugiere y por eso he subido la interpretación que de Le tourbillon de la vie hace Jeanne Moreau en una escena magnífica de una de las películas menos valoradas de François Truffaut pero que a mí me parece extraordinaria, Jules et Jim.