Los dos países que mal conviven en el Estado español, sus dos gobiernos y parlamentos, sus opiniones públicas, están en ebullición política aunque a muy diferentes temperaturas. En Catalunya, la mayoría independentista reafirma el objetivo estratégico unitario, aunque con las lógicas diferencias tácticas. La unidad, sea previa o posterior a las citas electorales, se considera clave para conservar y aumentar incluso esa mayoría.
La mayoría independentista que Sánchez niega siempre contra toda evidencia empírica y venga o no a cuento. Lo que demuestra cierta fijación poco normal que lo lleva a convertir la mayoría en minoría, pues, si no se es mayoría se es indefectiblemente minoría frente a alguna hipotética mayoría de todos los demás. Lo hace con el mismo desparpajo con que el juez Llarena convierte en violencia activa la violencia pasiva o los palos que se reciben en palos que se dan.
En Catalunya la lucha por la independencia, prácticamente generalizada, se encenderá más con el proceso político contra el independentismo, disfrazado de farsa judicial. Se crean órganos como el Consell, se fundan movimientos como la Crida, se adoptan decisiones parlamentarias y de gobierno que cuestionan permanentemente el marco autonómico en el que el Estado quiere moverse. El govern es un órgano beligerante. En especial en el orden exterior, en el que se da la gran batalla por la hegemonía del relato. El independentismo cuenta con la ventaja de la internacionalización de su causa, apoyada en su carácter democrático y escrupulosamente no violento.
Si el Estado consiguiera incitar al independentismo a la violencia, cosa que trata de hacer con incontables provocaciones, podría ahorrarse el nuevo ridículo al que se apresta con ssu haabitual arrojo el ministro de Asuntos Catalanes, Borrell, en su nueva y generosamente financiada con fondos públicos campaña de propaganda española en el exterior expresamente dirigida contra Catalunya.
Y nada más. La parte española de la dualidad es deprimente. Acerca de las perspectivas de ese permanente diálogo que los socialistas andan ofreciendo generosamente da una idea el hecho de que el presidente Sánchez tenga que negar que dialogar con los indepes sea una humillación. Parece una broma. España sigue anclada en los usos de los dramas del honor del siglo XVII. Lo llaman Estado democrático de derecho, pero es una comedia de corral.