Sagaces críticos de todo el arco ideológico atisban el monstruo convergente en la Crida. Unos con preocupación, otros con maligna alegría. Ayer se dio escasísimo margen a la duda: uy, uy, uy. Si anda como un pato, nada como un pato y grazna como un pato, es Convergència.
Pero la cuestión es ¿qué se quiere decir al traer Convergència a cuento? Aun aceptando que la antigua organización fuera un nido de ratas corruptas, ¿se quiere por ello excluir a sus votantes del independentismo si dicen ser independentistas?
Eso es imposible. La gente vota lo que quiere y quiere independencia. ¿Será entonces que se sospecha que el discurso catalanista de la derecha, tradicionalmente pactista, volverá a serlo? De momento, esta derecha independentista ha probado con hechos la veracidad de sus dichos. Es más, aunque en su ánimo estuviera ceder, que no lo está, la situación creada por la respuesta represiva del Estado no tiene ya retroceso. Catalunya no puede aceptar esa farsa judicial contra el independentismo y, por supuesto, menos una sentencia condenatoria. El Estado no puede dejar de procesar y condenar, incluso aunque eso sea su suicidio. Catalunya no uede cejar en el camino a la independencia. El Estado no puede aceptarlo. La crudeza de esta ruptura fue el contenido del discurso de Torra ayer.
Dígase que la aparición de un movimiento de este tipo, que se ufana de ser de personas y no de partidos, representa un competidor incómodo en los apoyos electorales, pero no se ponga grauitamente en duda la honorabilidad o fiabilidad de un sector indispensable del independentismo. Porque, además de injusto, es inútil.
El congreso ha aprobado la línea política ya anunciada: la Crida no es un partido, aunque deba pasar por tal por imperativo legal. Nace además con fecha de caducidad: la institución de la República catalana independiente. Se define como organización instrumental y transversal. Pero tan peculiar que su inspirador no ocupa cargo alguno en la organización que ha puesto en marcha, pero sí proyecta en él un factor de liderazgo legitimatorio en la figura de Puigdemont, a quien todos los independentistas, empezando por el accidental presidente de la Generalitat, reconocen como legítimo presidente de la Generalitat. Pueden ustedes llamarlo como quieran: bonapartismo, caudillismo, liderazgo democrático, carisma. Yo me atengo a mi símil gaullista. Es un liderazgo democrático, popular y nacional.
Los partidos acogen la iniciativa con silencio glacial y solo se observa revuelo en la derecha independentista, en donde se dan los previsibles movimientos de corrientes y pareceres.
Cada cual dibuja el escenario de sus preferencias: unos ven un triunfo de la Crida con votos sueltos y procedentes de otros partidos; de unos más que de otros, desde luego. Otros una transferencia del voto conservador a la Crida y un mantenimiento del mapa electoral como está a fecha de hoy.
Pero en una situación en la que la hegemonía del independentismo depende de un puñado de escaños, las decisiones que se adopten en este respecto deben meditarse mucho. Tengo para mí que, en unas elecciones catalanas, el voto indepe será mayoritario y holgadamente mayoritario. Cómo se distribuyan y cómo se expliquen después los resultados, será harina de otro costal.