Todo el mundo recuerda alguna intervención pública de María Dolores Cospedal en los últimos años, sobre todo en su mandato de presidenta de CLM. Discursos duros, agresivos, sin contemplaciones; medidas drásticas, recortes injustos; una actitud de arrogancia y desprecio, mezclada con frecuentes desafíos: ella tendría que dimitir si alguien en el PP tuviera cuentas en Suiza (siendo así que solo parecen tenerlas en Suiza); en el PP no hay corrupción (en realidad, no hay otra cosa); hemos colaborado siempre con la justicia (a base de machacar discos duros).
La categoría cívica de la ex-ministra se mide viendo cómo y con qué desfachatez negaba en público los presuntos delitos que su marido le comunicaba también presuntamente como ciertos, proporcionados por el presunto Villarejo, el cañón Berta del régimen del 78. Todo esto adobado con una exhibición pública de beaterío, gazmoñería y y santurronería que enfadaba hasta a los meapilas. Un caso clínico. Con episodios gloriosos como cuando un humorista, haciéndose pasar por espía ruso la convenció de que Puigdemont era un agente de Moscú bajo el nombre de guerra de Cipollino.
Pero si los presuntos se convierten en probados, Cospedal tendrá que responder cuando menos por los también presuntos ilícitos de obstrucción a la justicia, encubrimiento y complicidad. En el PP cunde el pánico sobre lo que aún puede salir de la cloaca villarejiana sobre la dirigente manchega y su cónyuge.
Cómo estará la cosa que Casado, gran amigo de Cospedal, ha desaparecido, creyéndose invisible sin serlo, como el Calandrino del cuento de Boccaccio. Que, por cierto, se le parecía en el carácter.