El barullo mediático habitual de la Corte impide que la opinión pública española se haga idea de lo que sucede en Catalunya, la única zona del Estado en que este tiene planteada una crisis constitucional que amenaza su supervivencia. Hay algo de suicida en esta actitud. No solamente se oculta o falsea la información sobre el proceso independentista sino que se substituye por una bazofia de escándalos a base de títulos falsos de los dirigentes, ventas de armas a tiranías, latrocinios eclesiásticos y la sempiterna Gürtel de mil cabezas. Todo se ventila luego en un tumulto de ataques, insultos, declaraciones agresivas, tertulias insoportables, patrañas y postverdad en un clima de exasperación que afecta a los dos partidos de la derecha. Incapaces de admitir haber perdido una moción de censura, actúan como torpedos del sistema que dicen defender.
En resumen, la opinión pública española no sabe nada de Catalunya. Tampoco el gobierno. Y esto es más peligroso. Una opinión pública ignorante y parcialmente manipulada apoyará una política represiva, aunque ese apoyo no la hará más legítima. Lo preocupante es lo que pueda hacer un gobierno desconocedor de la realidad o mal aconsejado por sus prejuicios catalanófobos, al estilo de Borrell.
En ambos casos llama la atención la gran ignorancia de la evolución de los asuntos catalanes y, sobre todo, de la política independentista, tanto la institucional como la popular. Desconocen todo: sus objetivos, motivaciones, medios, apoyos y ritmos. El gobierno presume mucho de talante dialogante y de haber propiciado alguna reunión o acercamiento, como la habida hace unas fechas entre la ministra Calvo y la consellera Artadi. Pero es obvio que no hay diálogo. A la ignorancia, la parte española añade la incomunicación. Y la incapacidad para resolver un problema heredado del PP, los presos políticos, a pesar de haber criticado por errónea la "judicialización del proceso".
Digo la parte española porque la catalana, en cambio, sí se mantiene muy informada de la política de la otra por la cuenta que le trae. Participa en ella, toma partido, pretende condicionarla, teje acuerdos siempre mirando por los intereses de Catalunya. Y traslada luego la información a la política catalana para adelantar la causa independentista.
Así las cosas puede ser un gran descubrimiento para la opinión pública española y sus políticos comprobar que el proceso independentista funciona como un reloj. Hace años que, ante el evidente fracaso del Estado español, el independentismo como movimiento y la Generalitat como institución tomaron la iniciativa y desde entonces no la han perdido. La revolución catalana ha progresado poco a poco, a base de prueba y error, fabianamente, pero de forma muy organizada, hasta poner al Estado en una posición imposible.
La Diada se interpreta como la renovación del mandato del 1-O de 2017 y ha alimentado la prominencia mediática de que goza el independentismo internacionalmente. Igualmente se ha reafirmado esa robusta unidad de JxC, ERC y CUP que los unionistas están locos por romper. Si se añade que se encuentra ante un Estado a la defensiva, sin propuestas, ni proyectos, con un gobierno en precario, se comprende que aquel acelere el ritmo, apriete el paso, tenga prisa. Es ahora o nunca. Por eso anuncia Quim Torra el programa de su gobierno para el próximo 25 de septiembre. Y ¿hay alguna duda de que será un programa rupturista?
Son diez días. Pero en diez días en Catalunya puede pasar cualquier cosa. Hoy mismo, si no yerro, en la plaza de Sant Jaume, ocupada por independentistas, se anuncia una manifestación españolista en contra de la inmersión lingüística. Ayer hubo noticias contradictorias: si los Mossos iban a desalojar o no. Al final, la Consellería de Interior hizo saber que no se desalojaría. Ante la primera noticia, las acampadas se declararon en desobediencia. Al final no la hubo porque tampoco habrá desalojo.
Ahora solo queda esperar los acontecimientos. Quizá sea en uno de estos instantes cuando salte la chispa que encenderá pacíficamente el país, según desea el MHP Torra o ese desbordamiento popular para romper con el Estado que propugna Carles Riera.
Puede ser. Y, cuando salte la chispa, saltará muy alto.