dimarts, 24 d’octubre del 2017

De la tierra del sin fin

Hay algo épico en la posibilidad de que Puigdemont comparezca en el Senado. Si comisión o pleno es irrelevante porque lo darán todas las televisiones, salvo que se atengan al criterio de impacialidad y equilibrio del gobierno, en cuyo caso emitirán la final de Wimbledon de 1998.

La cuestión es la comparecencia en sí misma. Desde los tiempos de Yugurta hay algo extraño en la presencia de rebeldes ante un solemne cuerpo legislativo cuya autoridad aquellos niegan. Extraño y siniestro. Lutero, citado a la Dieta de Worms, fue provisto de un salvoconducto de su protector, Federico III, Elector de Sajonia. Aun así, hubo que salvarlo de las consecuencias del terrible Edicto de Worms por un episodio de capa y espada. No se está haciendo comparación alguna, que sería desmesurada. Aquí no hacen falta salvoconductos. Estamos en un Estado de derecho. Lo de la dieta de Worms fue durante las guerras de religión. En efecto, en donde chocaban pasiones muy profundas. Como ahora con las guerras nacionales o por la nación. Pasiones tan profundas como para obnubilar la razón.

Puigdemont vendría al Senado en Madrid en un clima de franca y generalizada hostilidad. Es verdad que se trata de una buena ocasión para explicarse ante el conjunto de la ciudadanía y al extranjero. Es de suponer que su declaración sea transmitida íntegra por las televisiones. Y también es de suponer que habrá voces pidiendo su detención. Ayer las redes discutían acaloradamente esta eventualidad y así seguramente lo hace el govern. El fiscal general, reprobado por el Parlamento, recuerda que, si se proclama la DI, Puigdemont puede darse por preso. Y dado que la cuestión de la proclamación de la DI es tan insegura como el santo grial, así como que el fiscal Maza gusta de ser expeditivo, bien pudiera pedirse la detención del presidente de la Generalitat al bajar del AVE en Madrid.

Es impensable, ¿verdad? Pero según lo impensable va haciéndose realidad se hace menos impensable.

El plan del gobierno no deja lugar a dudas: un 155 máximo, equivalente en realidad a un estado de exepción, con intervención política (la económica ya funciona hace semanas), en la seguridad y en los medios públicos de comunicación. Esto último ha provocado situaciones tan vergonzosas como ese comunicado del consejo de redacción de RTVE oponiéndose al 155 en los medios catalanes mientras el gobierno siga teniendo la RTVE a su servicio. Un gesto de profesionalidad que ayuda a los trabajadores de TV3 y CAT Radio a negar acatamiento a las directrices de intervención. La intervención de los mossos, que estos también rechazan, así como de las autoridades políticas catalanas (govern y Parlamento) que también anuncian desobediencia, configura una dictadura "constitucional" al estilo del artículo 48 de la Constitución de Weimar. Y más allá. La vicepresidenta del gobierno ya hace saber que la intervención (en realidad, ocupación) de Cataluña podrá prolongarse más de seis meses. Es decir, que se han saltado el último requisito que todavía quedaba en pie de la dictadura constitucional. Es la dictadura sin límite de tiempo, la de Mussolini, Stalin, Hitler y el discípulo de todos ellos y maestro de los actuales gobernantes, Franco.

Y roto el límite de tiempo, por el mismo precio, también se rompe el territorial y, sobrados de 155, los halcones del PP proponen aplicarlo asimismo en Castilla La Mancha, País Vasco y Navarra. Menudo éxito el de la Transición.

Con esta perspectiva de dinámica de fascistización, que trata de provocar conflictos sociales para justificar políticas represivas más intensas, la comparecencia de Puigdemont en el Senado es un gesto de enorme importancia. Por si hay alguna duda, invito a considerar lo que Puigdemont representa para las dos partes del conflicto. Para el gobierno y sus aliados, un obstinado rebelde contra la ley y la Constitución, un iluminado, un demagogo, en último término, un delincuente. En su animadversión incurren en el argumento típico de los matones de culpar a la víctima del maltrato: el responsable del 155 es Puigdemont, no quienes lo ponen en marcha. Un sujeto así, que pide que lo maltraten no merece respeto.

Para los independentistas y gran parte de los no independentistas es su presidente, el hombre que representa al pueblo catalán, cuyo ánimo de entendimiento pacífico y concordia está él encargado de exponer en el Senado. Se ha convertido en el símbolo de una lucha que se quiere secular de un pueblo masivamente alzado por su dignidad. Es un delirio, dicen los adversarios. Delirio, iluminación, pero es colectivo y, por cierto, republicano. Y lo representa este hombre.

Sea cual sea el resultado del evento, el nacionalismo español a la antigua usanza, representado en el triunvirato Rajoy, Sánchez, Rivera, tiene la batalla perdida porque carece de proyecto viable a medio y largo plazo. A corto es evidente puesto que anda a porrazos. Los de Podemos tratan de mantener la cabeza por encima del agua enunciando una tercera vía, consistente en el referéndum pactado que los indepes estuvieron proponiendo hasta que se hartaron. Como siempre, la tercera vía no existe. Es una de las otras dos más o menos vergonzante.

Porque, en efecto, cuanto más artificio represivo despliegue el Estado, más costará después desmontarlo cuando se compruebe que no ha servido para nada.

La llamada cuestión catalana que, sí, es en realidad cuestión española como se prueba hoy en Castilla La Mancha, País Vasco y Navarra, no es un problema de orden público, tampoco de legalidad; no es una cuestión jurídica siquiera. Es una cuestión de legitimidad, de principios que solo puede abordarse políticamente en una mesa de negociación, con un referéndum pactado por medio. Y lo sabemos todos.

Sustituir este escenario por otro de represión, censura, intervención, prohibiciones, detenciones, controles, multas, sanciones en una sociedad del siglo XXI, organizada en redes distribuidas es ridículo e inútil. Pero puede causar mucho daño y sufrimiento.