La toma de posesión del presidente de los Estados Unidos es un espectáculo mundial. Son los espectáculos unidos. El mundo entero pendiente de las palabras, los gestos del nuevo mandatario. En España puede cambiar el rey y, si acaso, se enteran en Francia y algún país de América Latina. La distancia entre uno y otro caso es la del poder. Los EEUU son el país más poderoso. Tiene tropas y bases en todo el mundo, sus flotas patrullan todos los mares, sus aviones y radares dominan los cielos y, además de controlar la realidad material, controla la digital, a través de sus corporaciones y empresas que administran dominios, etc.
En los estudios de liderazgo suele manejarse la distinción entre liderazgo continuista y rupturista, haciendo, por supuesto, muchas advertencias acerca de que a veces, las diferencias entre uno y otro no están muy claras. El de Obama se presentaba como rupturista por el hecho de tratarse de una persona de color, pero era continuista en el estilo de presidencia y su orientación liberal. Lo de Trump promete ser distinto, promete ser realmente rupturista. Por el estilo y el fondo. Desde los tiempos de la Great Society de Johnson, los presidentes han sido neoliberales o liberales. Este es el primero populista, que mezcla elementos de todos los demás discursos para fabricar una melopea estilo predicador de la tv que va mucho con el personaje.
Se percibe desconcierto en Europa por las hipotéticas consecuencias de una presidencia errática. Y lo que más cuesta entender es la alegría que por el triunfo de Trump muestran los políticos de la derecha y la extrema derecha. El nuevo presidente piensa hacer en los Estados Unidos lo que muchos de estos líderes de derechas harían en sus países europeos si pudieran: cerrarlos, atrincherarlos, prepararlos para la defensa y el ataque en un mundo inseguro. Claro que, si lo vieran correctamente, empezarían por no alegrarse ni de su propio triunfo en sus Estados.