El debate público -ahora que las redes posibilitan su universalización- es muy repetitivo. Las distintas opciones, fuerzas, partidos, grupos, tendencias o hermandades reiteran, remachan sus argumentos. Muchas veces con las mismas palabras, hasta que aparecen las frases hechas, de las que muchos se valen como armas arrojadizas. Por ejemplo, siempre que alguien, generalmente en la izquierda, se refiere a Franco o el franquismo, le llueven improperios de la derecha: "queréis ganar la guerra que perdísteis", "sois unos guerracivilistas", "reabrís viejas heridas", "cuando Franco, yo no había nacido", "Paco murió hace cuarenta años", "vivís en el pasado".
¡Qué manía tienen al pasado precisamente los conservadores! Que algo sea pasado no quiere decir sin más que no importe en el presente. La derecha, casi toda ella católica, organiza su vida en todos sus aspectos, desde el nacimiento a la muerte, según un acontecimiento que, afirman, se produjo hace veinte siglos. "Se están enjuiciando hechos del pasado", dice Rajoy, pretendiendo dar idea de lejanía, como quien hablara de la batalla de Roncesvalles. Sí, los presuntos delitos de la Gürtel son del pasado, un pasado en el que él era presidente o vicepresidente o secretario general del partido gurtélido y varias veces ministro en plena Era Gürtel. Un pasado que es su pasado y es su presente y será su futuro con la pequeña ayuda de sus amigos del PSOE.
Pero es que, además, el pasado, en el caso de Franco no es tal ni de lejos. Y la prueba es, precisamennte, el derribo de su estatua. Ahorrémosnos los debates sobre la intención de los organizadores y la relación entre aquella y los resultados. Franco está presente porque alguien, con los fines que sean, planta su estatua frente al Born. Y lo está muy profundamente porque la reacción ha sido fulminante y definitiva. Me juego el desayuno a que quienes derribaron la estatua, todos habían nacido con Franco muerto. O sea, no cabe ver este hecho como si, por ejemplo, un puñado de orates en Padua derribara la estatua de Gatamelata, la obra de Donatello que los escultores franquistas querian imitar.
Franco está muy presente en el presente. El devoto ministro del Interior, tengo entendido, se desplaza de vez en cuando a la basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos, a rezar cabe la tumba del Caudillo. Ignoro con qué motivo, si para solicitar su inspiración y guía, para pedirle perdón por el libertinaje del siglo o para rogarle que resucite. Resucitar es ya lo último que le falta porque vivo está y por todas partes. El Estado no ha condenado su execrable régimen, la Fundación de su nombre es legal, el Valle de los Caídos sigue en pie y el resto del país vive en la pedrea del franquismo de los callejeros, los monumentos, las placas, las misas de aniversario, las glorias de la División Azul y las barbaridades franquistas que sueltan los concejales del PP en cuanto se pasan con el pacharán.
Por eso el derribo de la estatua, aunque fuera de su simulacro, incluso de su burla y mofa, tiene un valor simbólico enorme. Es la primera vez desde la muerte de Franco que se ha hecho algo así, algo que en los demás países recién liberados de una tiranía suele hacerse en cosa de minutos. Y que se haya producido en Barcelona añade brillo al símbolo. España ha estado bien surtida de estatuas del dictador y no solo ecuestres. Algunas sufrieron desperfectos. Pero todas estaban en pie cuando, mucho más tarde y lenta y vergonzantemente, fueron retiradas. Como lo fue la de Barcelona. Aunque en la llamada ciudad condal ya se apuntaban maneras, pues fue decapitada en el almacén por mano anónima, en medio de la noche y la niebla. Ahora se ha terminado la faena y, al parecer, la iniciativa ha sido de los LGTBs. Más simbólico, si cabe.
Todo lo cual ha dejado al Ayuntamiento en una curiosa posición de ambivalencia. Como consistorio, no puede ignorar el acto de vandalismo y está obligado a proceder aplicando las normas, máxime cuando el bien dañado es precisamnte su propia obra, una exposición para suscitar debate sobre la memoria histórica. Pero como corporación de izquierda tendrá que reconocer que la acción de derribo de lo que los madrileños llamaban, refiriéndose a la de los Nuevos Ministerios, "el burro montado en el caballo", responde a un sentir ciudadano muy extendido. Desde el principio la opinión barcelonina se puso en contra del proyecto. Todas las voces fueron de protesta. No las hubo a favor salvo las del propio consistorio.
Al final, hubo una perversa coincidencia entre lo que la exposición pretendía denunciar, el autoritarismo, y el modo autoritario con el que se ha impuesto contra un sentir contrario muy generalizado en la ciudadanía.
Derribado el héroe invicto, las miradas se dirigen todas al monumento tortosino, el que conmemora la batalla del Ebro, que perdió Cataluña y perdió la República.