Ya sé que el título es un poco provocativo pero, ¿qué quieren ustedes que les diga? Durante los 40 vergonzosos años de dictadura sanguinaria y zarrapastrosa, Cataluña fue tratada igual de mal que el resto del país con el añadido de que se quiso exterminar su lengua, su cultura, su personalidad. Después de esa estúpida barbarie de la que sus beneficiarios, hoy en el gobierno, no se arrepienten, ahora llevamos cuarenta años más diciendo que se debe encontrar un encaje de Cataluña en España. Lo dicen todos. Incluso los que, cuando oyen hablar catalán padecen ataques de furia asesina; todos. También los que, aparentemente, se felicitan de la llamada "diversidad de los pueblos de España", como si fuera una obligación. Lo dicen, pero no lo hacen. Ni por asomo. El federalismo al que el PSOE se ve obligado hoy a recurrir a regañadientes estaba ahí, disponible, cuando este partido gobernaba con mayoría absoluta. ¿Hizo algo por implementarlo? Nada. Y ahora, que hay una posibilidad real de que Cataluña se vaya, sacan la idea federal del desván, adobada con unos balbuceos sobre la "singularidad" catalana. De lo que dicen las derechas neofranquistas, mejor no hacer caso.
¿Por qué no aceptar de una vez que quizá lo que sucede es que Cataluña no tiene encaje en España? Dicho en términos más claros: España no tolera a Cataluña. Cada vez que un nacionalista español (de esos que dicen que no son nacionalistas) asegura que quiere mucho a los catalanes y admira a Cataluña, el aire se puebla de mentira. Es falso. Para ser español de pro hace falta ignorar a los catalanes, envidiarlos, despreciarlos, contar chistes sobre ellos y decir que quienes los tenemos en alta estima y nos gustaría no que España españolizara a los catalanes sino que Cataluña catalanizara a los españoles, somos traidores y carne de exilio.
En fin, ¿para qué seguir? De esto va mi artículo de hoy en elMón.cat. En el fondo, de llamar a las cosas por su nombre.
Aquí la versión castellana:
Cataluña no cabe en España
Parece que los nacionalistas españoles comienzan a entender que la cuestión catalana es una crisis constitucional española. No una “algarabía” como definió en su día Rajoy el asunto con su habitual inteligencia, sino una cuestión medular que afecta al fundamento mismo de la tercera restauración y a la viabilidad del Estado. Gracias a esa conciencia se han hecho algunas propuestas, pues la política es una actividad práctica.
Abrió camino Podemos, admitiendo el referéndum que los demás nacionalistas españoles negaban, como lo hicieron ellos mismos hasta su fracaso en las elecciones de 27 de septiembre de 2015. Ahora matizan que ese referéndum habrá de ser pactado con el Estado, lo que equivale a quitar con una mano lo que se da con la otra.
Reaparece igualmente el PSOE, también moderando su primitiva intransigencia. La gustaría un país federal en el que Cataluña tuviera un reconocimiento de su especificidad. Menos da una piedra y algún socialista llega incluso a hablar de “bilateralidad”, si bien otros recuerdan que cualquier reconocimiento de especificidad y bilateralidad deberá hacerse en el marco constitucional de la igualdad de todos los españoles. Al margen de que los españoles no seamos iguales, yendo a la letra pequeña de la oferta, se descubre que esta viene a ser como la cuadratura del círculo: la singularidad catalana dentro de la igualdad española.
Una vez más alguien está dando vueltas a eso que llaman “el encaje” de Cataluña en España, una expresión convencional cada vez menos significativa. ¿Y si, en realidad, Cataluña no tuviera encaje en España? No es cosa de remontarse a los siglos pasados, práctica muy socorrida en estos casos. Basta con observar cómo en el último, Cataluña se ha desarrollado en un sentido mientras España lo ha hecho en otro, hasta llegar a ser dos países distintos.
Cataluña ha adquirido una plenitud que España no tiene y encajar la una en la otra pudiera ya ser imposible por falta de fórmulas para ello. Pero el nacionalismo español, siempre dos pasos por detrás de la realidad, insiste en proponerlas dando por nuevas algunas que, como el federalismo, cayeron en desuso antes de estrenarse. Un espíritu generalizado en el independentismo tiende a ver la propuesta federal como algo ya anacrónico y exige el paso al referéndum unilateral. Es posible que este paso acabe siendo necesario, pero en el momento actual, la posición de Puigdemont, parece dictada por la prudencia del que quiere transitar “de la ley a la ley”, razón por la cual se muestra dispuesto a un referéndum en el que el federalismo fuera una posibilidad. Pero el referéndum es el punto de partida, no el de llegada.
¿Cómo han admitido por fin los nacionalistas españoles una ronda de ofertas de reforma de la Constitucion? Sencillamente, porque no les ha quedado más remedio. Al comienzo de la polémica, nadie pensaba que el proceso soberanista alcanzara el punto que ha alcanzado, en el que la independencia es una opción real. A partir de cierto momento se considera imprescindible contrarrestarlo haciendo propuestas más o menos razonables. Este es el giro de la política española, propiciado seguramente por las nuevas elecciones del 26 de junio, de las que Sánchez hace responsables a los independentistas catalanes.
Y ¿a qué se deben esas propuestas más o menos razonables sino es a la unidad del frente independentista? En el fondo, bien claro está, en la crisis del sistema español, la Cataluña independentista actúa como la verdadera esencia de una oposición que falta en España. La oposición verdadera en el Estado está territorializada y se llama Cataluña. Es la unidad del independentismo el que fuerza al nacionalismo español a hacer ofertas de reforma para resolver la crisis constitucional. Con todo y ser insuficientes, más lo serían si esa unidad se rompiera por las razones que fueran. En ese caso, las ofertas desaparecerían como por ensalmo.
Es la insistencia en la opción independentista la que fuerza la presentación de fórmulas reformistas que tratan de evitar la convicción de que, en el fondo, Cataluña no tiene encaje en España o, como sostenemos aquí, Cataluña no cabe en España. Si la voluntad política independentista catalana se rompiera, el horizonte de la construcción de un Estado desaparecería y volverían los tiempos de la Comunidad Autónoma, eso sí, muy específica.