dissabte, 12 de març del 2016

El arte del judío

Chagall siempre emociona, siempre enternece. Su pintura es una amalgama de elementos tan dispares, siempre armonizados sin que se sepa cómo, que nunca basta con mirar sus cuadros. Hay que remirarlos y, cuando se aparta la vista y la imagen se queda en la memoria es fácil que sea preciso volver por tercera vez porque hay algo que no encaja, alguna figura fuera de contexto, algo que es preciso observar de nuevo para convencerse de que sí, está allí y casi parece no estar. Quien dice la pintura dice asimismo la obra gráfica pues parte de esta -litografías, xilografías, grabados, es la que se expone en la Fundación Canal en Madrid-. Chagall divino y humano se llama la muy interesante muestra. Divino y humano; alfa y omega; el ser y la nada; los polos de la totalidad; eso que abarca la obra completa de este pintor judío ruso de Bielorrusia. Dios y los hombres.

En Occidente, especialmente hasta el siglo XIX y en buena medida también después de él, la pintura es mayoritariamente cristiana. Es abrumadora la presencia de temas neotestamentarios: Cristo, su madre, los apóstoles, los santos y mártires, Papas, iglesias, ceremonias. La crucifixión de Cristo debe de ser el tema más frecuente del arte europeo en pintura y escultura. Son menos frecuentes los temas veterotestamentarios y estos están vistos desde la posterior perspectiva cristiana.Y, por supuesto, salvo casos excepcionales (y, por lo general con carácter condenatorio: autos de fe de relapsos etc) no hay temas judaicos. Si acaso alguna obra de Rembrandt (como la novia judía), autor influyente en Chagall o, posteriormente, Delacroix y muy poco más. El judaísmo, en cambio, está muy presente en toda la obra de Chagall. Chagall no es solamente uno de los grandes pintores del siglo XX, sino el mayor pintor judío. Nacido en una familia hebrea practicante de tendencia jasídica, Chagall recibió educación en la Biblia y a ella se atuvo toda su vida. Hubo más cosas a las que fue fiel o se atuvo también toda su larga y fructífera existencia, empezando por su pueblo natal, Vitebsk, en el que pasó su infancia y adolescencia y cuyos temas, casas, campos, carros, gallinas, asnos, etc aparecen una y otra vez en su obra. Y, junto a la religión hebrea y la aldea bielorrusa, el deslumbrante París, en donde pasó su etapa formativa más importante.

Chagall es el gran maestro del color, que ha absorbido de las corrientes postimpresionistas y modernista y, junto al color, esos temas de circo (acróbatas, trapecistas, etc) que terminan de dar a su pintura ese toque poético que la envuelve, con sus amantes fundidos en abrazos y levitando, sus violinistas verdes volando sobre los tejados de las casas de la aldea, sus pacientes animales, esos pájaros que recuerdan los de Max Ernst, el surrealismo desbordante que todo lo empapa. No es de extrañar que el primero en descubrir el genio de Chagall en Francia fuera otro poeta, el primer surrealista, Guillaume Apollinaire, de quien se hizo muy amigo el judío hasta la muerte prematura de aquel en 1918. Junto a todas estas consideraciones bastante conocidas de la obra de Chagall, hay una que casi nunca se menciona y que, en mi opinión, fue decisiva, fundamental, en la formación del joven pintor judío y que también lo acompañó toda su vida de un modo discreto que casi nunca se resalta: la influencia inmensa que sobre él tuvo su primer maestro, el también judio Leon Bakst. Cualquiera que haya visto obra de Bakst, especialmente sus figurines teatrales, verá revivir la temática y estilo en Chagall.

Así no es de extrañar que, habiendo triunfado relativamente pronto en su vida, la revolución bolchevique incorporara a Chagall en su ambicioso programa de expansión cultural y artística, si bien el pintor prefirió mantenerse relativamente al margen. Hay poco -por no decir nada- espíritu suprematista, constructivista o futurista en su obra, tendencias dominantes en la burocracia soviética sector creación artística. Durante una temporada desempeñó una tarea organizativa en su Vitebsk natal y acabó por fin emigrando a Francia en los años veinte. Tampoco es de extrañar que en los treinta los nazis la tomaran con él como uno de los representantes más típicos del "arte degenerado", ese concepto perfectamente estúpido con el que Goebbels requisó miles de obras de artistas, substituyéndolas por memeces insoportables que glorificaban la raza aria, sus rubios muchachos y sanas doncellas.

En la exposición hay poco color, pero alguno hay y es realmente bello: unas litografías a color con delicadas y preciosas escenas de un París personal (encuentro genial el gallo sobre París) y algunas xilografías también a color.

Pero el núcleo de la exposición es una selección de las ilustraciones que hizo para una edición de las Almas muertas, de Nicolai Gogol y de la Biblia. Las Almas muertas, publicado unos veinte años antes de la emancipación de los siervos en Rusia es una galería de tipos sociales rusos, un friso de la sociedad agraria y urbana de la Rusia de mediados del siglo XIX cuando los siervos eran propiedad de los señores que podían venderlos como ganado y por los que aquellos pagaban impuestos como si fueran bestias, incluidos en muchos casos, dados los defectos del censo, por los que ya habían fallecido y por eso se llamaban almas muertas. Las aguafuertes de Chagall son una galería de retratos por la que pasa toda la vida rusa que el autor conocía de primera mano, los comerciantes, la pequeña nobleza, los campesinos, los funcionarios, la señoras de sociedad, etc.

Las ilustraciones de la Biblia son extraordinarias. Aquí han llegado veinte, pero todas tienen verdadera fuerza, sobre todo las que se concentran en la historia de Jacob y especialmente la de su hijo José, a la que Thomas Mann dedicaría una famosa trilogía. También impactan sus imágenes de Moisés recibiendo o rompiendo las tablas de la ley.

Chagall es un ser seráfico que nos permite asomarnos a otro mundo, uno en el que los burros vuelan, los rabinos parecen chamarileros, la torre Eiffel se curva y las gallinas picotean por el Campo de Marte.