Y también in angustiis, como está planteada la de hoy con la misión de buscar en horas el acuerdo a que no se ha llegado en meses. Sin duda, la idea de seguir negociando es buena, sobre todo para que nadie pueda acusar a nadie de no haberlo hecho todo, pero la probabilidad de algún resultado diferente es insignificante. No descartable, desde luego, pero más perteneciente al reino de lo milagroso que al de la vida normal.
Las posiciones son absolutamente irreconciliables. Junts pel Sí no acepta cambiar de candidato. La CUP no acepta votar a Mas. No se me alcanza qué fórmula podría encontrarse a satisfacción de ambas partes, que llevan tres días llamándose mutuamente de todo. Además, mucho me temo que, de llegarse a alguna propuesta, la CUP habría de someterla a deliberación asamblearia, aunque seguramente tendría que saltarse ese paso por necesidad y llevar el asunto al Comité Político, el último órgano en rechazar a Mas.
Cunde la sensación de fracaso colectivo, un sentido de frustración muy generalizado. Y también la amarga comprobación de que, después de todo, Cataluña puede hacer el ridículo igual que los demás. Es una veta de ataque al proceso independentista que goza de mucho predicamento entre los unionistas españoles. Va dirigido contra la autoestima de los catalanes y trata de herirlos en su amor propio, de humillarlos, acumulando chistes y prejuicios, de hacerlos verse como no son y que asuman la inevitabilidad de su condición y destino.
Ignoro qué saldrá de estas reuniones y temo que no salga nada. A mí, al menos, no se me ocurre ya nada que no sea esperar que una de las partes se desdiga. Pero no es verosímil. Por ello cuento con la convocatoria de elecciones que, por cierto, serán mucho más difíciles que las anteriores el 27 de septiembre, dada la presencia de las sedicente tercera vía, que complica mucho el panorama.
Lo que no puede ser es ir a esas elecciones con la moral por los suelos. Siempre se ha dicho que la culpa de la situación catalana era del Estado español. En esta ocasión, el fracaso no es provocado por los españoles sino por los propios catalanes. Ahora ya saben que las cosas no son sencillas ni vienen en blanco y negro y que el enemigo no solo está fuera, sino también dentro, y no estoy con ello designando a nadie concreto. Todas las partes dicen compartir el objetivo independentista, pero, de momento y salvo milagro, ese objetivo se difumina en el horizonte y eso es, en principio, culpa d todos. Una cosa, sin embargo, queda clara: el proceso puede haberse frustrado momentáneamente, pero en su curso se ha comprobado que en Cataluña hay una conciencia cívica, un nivel de debate político, un respeto recíproco y un grado de cohesión y voluntad nacional que merecen un resultado mejor. Y lo tendrán. Antes o después, pero lo tendrán.
Eso es lo que hay que llevar en el ánimo si, no saliendo solución alguna de estas negociaciones, es preciso volver a votar en marzo.