dissabte, 27 de juny del 2015

El fin del mundo.


Sí, pecadores, sí, el fin de los tiempos, Armageddon, el exterminio de la especie, la subversión universal del orden constituido. Dios acaba de permitir el matrimonio homosexual. ¿Cómo Dios? Su representante en la tierra, el Papa de Roma, nada ha dicho al respecto. Eso es una locura del Tribunal Supremo de los Estados Unidos. Pues eso, Dios. El Vaticano puede decir lo que quiera. Si los Estados Unidos, la patria del dinero, que es el dios verdadero, aceptan el matrimonio homosexual, aceptado queda urbi et orbi y mucho más que cuando se pronuncia el sucesor de San Pedro. Es claro que hay enormes extensiones del planeta, el mundo musulmán, por ejemplo, en las que esta forma de matrimonio es inimaginable. Pero eso pasa también con los pronunciamientos del Papa. Aparte de que la cuestión ni siquiera se plantea. En muchos de estos lugares los y las homosexuales son ejecutad@s sin más circunloquios, así que lo de casarse no es plan frecuente.

Sirva el recordatorio para plantear una de las cuestiones más acuciantes de nuestro tiempo: ¿es aceptable que la suerte de un ser humano dependa de algo completamente fuera de su control como es el lugar en el que lo nacen? ¿Es justo que, según en donde se nazca, la esperanza de vida sea de 40 u 80 años? ¿Lo es que, por nacer a un lado u otro de una frontera política, un gay sea linchado o pueda ejercer libremente sus derechos, entre ellos el de ser gay y llegar a presidente? No lo es, pero me temo que no tenemos clara idea de qué hacer. Podríamos discutir durante horas.

La voz del dios real del mundo, Mammón, el dinero, ha aceptado el matrimonio gay. Y el mundo, o una parte importante de él, lo celebra como un hito en el progreso de la sociedad. Lo es. Es un inmenso avance que la gente no padezca discriminación por sus opciones sexuales, que nadie pueda inmiscuirse en los sentimientos entre dos seres humanos en nombre de teologías absurdas. Si Dios, caso de existir, tiene algo que decir al respecto, ya lo hará.

Lo importante aquí es que los creyentes en el mismo dios que los magistrados del Supremo yanqui acepten las consecuencias de su decisión. No la decisión en sí, sino las consecuencias de ella. Doña Sofía de Grecia es muy dueña de advertir que la admisión del emparejamiento homosexual no nos autoriza a llamarlo matrimonio. Igual que el ministro del Interior es muy libre de seguir considerando que, para él, el matrimonio es la unión de un hombre y una mujer, sin mayores averiguaciones porque es un cristiano neoliberal. Y la exalcaldesa de Madrid, Botella, puede tranquilamente seguir hablando de peras y manzanas y hasta quizá deba seguir haciéndolo. Ellos y quienes como ellos piensen pueden pensar lo que quieran, pero sin interferir ni coartar ni mermar o reducir el derecho de los demás a matrimoniar como les parezca. La crítica según la cual esta decisión acabará legalizando la zoofilia solo puede caber en la cabeza de quien la practique o anhele practicarla.

En resumen, nada autoriza a un ser humano a convertir sus convicciones, por profundas que sean, en normas de obligado cumplimiento para los demás, sino es con su asentimiento. Imponer las propias convicciones como normal legal y moral sin el asentimiento expreso de quienes han de obedecerla no es una muestra de religiosidad o civilización. Es una muestra de barbarie.
 
Así que gracias al Tribunal Supremo de los Estados Unidos por hacer justicia. En España ya la teníamos en ese aspecto por iniciativa del gobierno de Zapatero, al haber superado un recurso de inconstitucionalidad que planteó el PP.