dilluns, 17 de novembre del 2014

La agonía de la Constitución.


Desde tres ángulos se cuestiona hoy la Constitución de 1978. De un lado, parte importante del soberanismo catalán quiere derogarla en Cataluña e iniciar un nuevo proceso constituyente. Obviamente restringido a ese nuevo Estado que se propugna y para el cual ya está redactándose un proyecto. De otro lado, el PSOE aboga por reformarla porque, aunque la da por viva, considera que no refleja la realidad española actual en lo territorial ni en lo social ni en lo político. Es decir, vive, pero malvive. Por último Podemos también la da por liquidada, por periclitada en cuanto fórmula jurídica del régimen de la fementida transición y fía una parte importante de su programa a un proceso constituyente que no es el de los soberanistas catalanes porque se plantea para toda España.
 
Si tanta gente cuestiona la Constitución, por algo será. Y lo es. La situación de deterioro del sistema político en su conjunto, que afecta a la convivencia de los españoles muestra que si la Constitución no está muerta, está moribunda. Y lo muerto o moribundo hay que sustituirlo, como quiere hacer Podemos o revivirlo, como desea el PSOE. Hay puntos en común aunque no lo parezca. El PSOE pretende limitarse a reformar la vigente, no a sustituirla. Pero la propia Constitución admite la posibilidad de una "revisión total" (art. 168,1) y ¿qué es una "revisión total" sino otra Constitución? Pero los socialistas quieren asimismo limitar, acotar la materia de reforma. Para eso se han reunido y tienen ánimo de llevar su propuesta al Congreso. No para que se tramite, pues saben que es imposible con mayoría absoluta del PP, sino para dar fe de su ánimo reformador, pero limitadamente reformador. No haya miedo. Hay cosas que no se tocan. Es la herencia de Rubalcaba admitida sin más por Sánchez: hacer una reforma acotada a dos o tres asuntos previo pacto con el PP para evitar un proceso constituyente. O sea lo de siempre.  Con la propuesta trata también librarse del abrazo asfixiante del inmovilismo de la derecha que parcialmente comparte.
 
En el PP hablan igualmente de reforma pero es para oponerse a ella. Recomienda Rajoy a Mas que encauce en la reforma constitucional sus pretensiones soberanistas y, acto seguido, anuncia que se opondrá a cualquier revisión que cuestione lo que él cree que no se puede cuestionar. O sea, a toda reforma. Los más fieros defensores de la vida, la vigencia, la intangibilidad de la Constitución son los miembros de un partido que in illo tempore se dividió en tres facciones frente a ella: a favor, en contra y abstención. Títulos suficientes a su juicio para dárselas ahora de paladines.

La Constitución, dicen, ha amparado el más largo periodo de democracia de la historia de España. La prueba es que el PP gobierna con mayoría absoluta, lo que le permite hacer de su capa un sayo. Por ello está dispuesto a bloquear todo intento de reforma y, por supuesto, toda propuesta de proceso constituyente. A utilizar la Constitución como un freno, una barrera frente a movimientos sociales y políticos masivos que reclaman cambios sustanciales en el ordenamiento jurídico. ¿Cambios? Por supuesto, cuantos se quieran, pero siempre en el marco de las leyes y la Constitución.
 
Tratándose  de una Constitución moribunda o ya muerta de hecho, el empeño del PP por mantenerla intacta y obligar a todos los agentes a ceñirse a ella sin reforma alguna es casi un acto de crueldad. Recuerda a aquel tirano etrusco, Mecencio, quien, según Virgilio, hacía atar a los condenados a muerte a un cadáver, mano con mano, boca con boca. Parece como si, en lugar de ser una Constitución, fuera las tablas de la ley divina. Es su mentalidad.
 
Sin desmerecimiento alguno para quienes redactaron y aprobaron el texto constitucional, lo cierto es que más de treinta y cinco años después, no funciona. Y no funciona en parte por su horror a toda reforma. La Constitución alemana vigente de 1949, en la que la española se mira, se ha reformado más de medio centenar de veces y, claro, sigue funcionando. En España, no. La protección de los derechos es infame; la regulación de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, una burla; la forma política de gobierno, impuesta; y el conjunto del Título VIII, con el cual había de resolverse definitivamente un conflicto territorial crónico no ha conseguido su objetivo, como se ve en el País Vasco y en Cataluña.

La Constitución está muerta y los dos partidos dinásticos tratan de tirar de ella pero, mientras el PP lo hace al modo de Mecencio, atándonos al cadáver, el PSOE da más cuerda y semeja a aquel personaje de Un perro andaluz que arrastra dos curas así como dos pianos de cola sobre los que hay dos burros muertos. O sea, la Constitución con todas sus peplas, sus defectos, insuficiencias y mixtificaciones, más abundantes que las de Silvestre Paradox.

En esta situación Palinuro considera oportuno disolver el parlamento y convocar elecciones anticipadas para afrontar los inminentes cambios legislativos con una representación popular más ajustada a una opinión pública que ya no tiene nada que ver con la de 2011. A continuación, un proceso de reforma constitucional que no excluya la revisión total de la Constitución. Palinuro convocaría asimismo una Convención específica sobre la organización territorial del Estado, con el compromiso de trasladar sus conclusiones, fueran las que fueran, al texto de la nueva Constitución.

Por supuesto, todo ello sin perjuicio de lo que decidan los catalanes por su cuenta.  
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