La desafección, la hostilidad de la ciudadanía hacia los políticos se extiende, según los expertos, a la política en su conjunto. Y también a la misma democracia, avisan los más agoreros entre ellos. Es el caldo de cultivo en el que engordan las tendencias extremistas, sobre todo de derechas, los populismos, la xenofobia, el fascismo siempre latente en Europa. La causa de esta actitud suele ir a buscarse a la mezcla de corrupción e incompetencia que caracteriza a los gobernantes. "Son todos iguales". "Van a lo suyo". "Dan la espalda a la sociedad". "Son incapaces de resolver los problemas." "Pero aprovechan para enriquecerse." Son expresiones habituales, generalizadas. Solo con esto, el asunto es ya muy grave.
Pero hay más, mucho más. No se trata solo del rechazo que provocan las actitudes de los gobernantes respecto a los asuntos prácticos y cotidianos de la vida: las corruptelas, las arbitrariedades, las insensateces, la incompetencia en la gestión. La irritación ciudadana viene movida por escándalos de mayor calado, que afectan a cuestiones de principios, de valores, de convicciones que se predican y se desprecian en el mismo acto. De estas cuestiones se habla, sí, pero en tono menor, como si diera miedo tratarlas abiertamente. Y, sin embargo, son las verdaderamente graves, las que deslegitiman el sistema político e incluso el orden de convivencia. Son las tres eses negras de esta crisis.
Silencio.
Se dice que somos dueños de nuestros silencios y esclavos de nuestras palabras. La sabiduría manda callar. ¿Siempre? A lo mejor es prudente moderar esa afición a los principios con unas gotas de desprestigiada casuística. Callar puede no ser siempre lo mejor. La insólita declaración de la Infanta es un monumento al silencio. Siendo toda palabra potencialmente incriminatoria, de sus labios solo salió una monodia de no sé-no recuerdo-no me consta-no-no-no. Es dudoso que ese inverosímil y cerrado silencio vaya a ir en su beneficio. Al contrario, hace su posición más insostenible. ¿Por qué, pues, lo mantuvo? No mejora su circunstancia personal y empeora la de su marido. Lo verdaderamente grave es que apunta a su padre. El silencio de la Infanta -ya lo han señalado muy reputados analistas- sirve de cortafuegos al Rey, pretende protegerlo. Lo que el silencio quiere callar es el grado de conocimiento del monarca de unos presuntos delitos cometidos durante años por sus más directos y cercanos parientes. Un grado de conocimiento que necesariamente tiene que haber sido elevado. Los cortafuegos sirven si paran los incendios pero, a veces, cuando hay viento, estos los saltan y prenden en el otro lado del monte. Ahora es la fortuna del Rey la que aparece en el punto de mira de las peticiones de información de la ciudadanía. La Casa Real ha querido adelantarse tomando algunas tímidas medidas de transparencia que resultan insuficientes. El Monarca debe hacer lo que los ingleses llaman una full disclosure una full monty de su fortuna personal, de su origen y ubicación. Algo sobre lo que había caído un manto de espeso silencio acordado por los medios, los grandes partidos dinástico y los sectores poderosos de la sociedad, la banca, la Iglesia, la patronal. Silencio sobre la honorabilidad de la más alta magistratura del Reino. Primera ese negra.
Secreto.
Una de las garantías de la libertad de voto es el secreto. No hay elección popular legítima si el secreto no está garantizado. Excepto, curiosamente, en el Parlamento. El debate sobre si el voto de los diputados debe ser público o no es larguísimo y está lleno de matices. No seremos nosotros quienes lo resolvamos. Pero sí advertimos que suele pasar por alto la disciplina de voto, porque es algo molesto. La evidencia de que, en el noventa y nueve por ciento de los casos, los diputados no votan en conciencia sino según las directrices partidistas, destruye la teoría de la democracia representativa, según la cual los parlamentarios representan a toda la nación. Los partidos se saben tan alguaciles de la situación que tienen establecidas penas pecuniarias (¡ahí les duele!) para los diputados díscolos. La disciplina de voto es una causa del desprestigio de la institución parlamentaria entre la ciudadanía. Cosa que se agrava cuando, como ayer, se impone una votación secreta porque se trata de dirimir un asunto en el que las convicciones profundas están en juego. ¿Resultado? Sus señorías, pudiendo votar según su conciencia y no según su conveniencia, descubren que su conveniencia es su sola conciencia. Todos. Como un solo hombre. Lo expresó con característico desparpajo la diputada Villalobos: no iba a traicionar a su partido pues lo que a ella le gusta es dar la cara. Y, para dar la cara, la oculta. Con ese voto secreto, voto en libertad, voto en conciencia, sus señorías han demostrado ser los esclavos felices. Teniendo en cuenta que el ochenta por ciento de la ciudadanía y hasta el sesenta por ciento de los votantes de la derecha rechazan la ley contra las mujeres a cuyo favor han votado libremente y en conciencia sus representantes, ¿cómo quieren que los representados los respeten? Secreto. Segunda ese negra.
Sumisión.
El gobierno se ha cargado de un plumazo, por el procedimiento de urgencia, valiéndose de su guardia pretoriana parlamentaria -con la simbólica ayuda de sus píos socios de Unió Democràtica de Catalunya- el principio de la jurisdicción universal, la justicia penal internacional que los tribunales españoles, adelantados en esto, venían practicando. Otra vez una cuestión de principios. Y uno muy tocado porque, si ya la fe en el de la justicia nacional es casi inexistente a la vista de los sonados casos como la Gürtel, Bárcenas y, sobre todo, la Infanta, la que se depositaba en la jurisdicción universal ha recibido un golpe de muerte. Los jueces españoles tenían de los nervios a una decena de tiranos distribuidos por medio mundo. Pero la cuestión se plantea -y a toda pastilla, literalmente perdiendo el trasero- cuando afecta a los poderosos. Ya los Estados Unidos respondieron hace unos años con una típica chulería del Far West ante la petición española de que compareciera ante la justicia el oficial gringo que dio la orden de disparar contra el cámara español Couso en la guerra del Irak. "Helará en el infierno", dijo un mandamás estadounidense, "antes de que un militar nortamericano comparezca ante un juez español." Y colorín, colorado.
Pero la Justicia no sabe de infiernos ni amenazas. Solo sabe de principios, así que sigue pidiendo la comparecencia de los militares y, acelerándose, también la detención de unos ex-gobernantes chinos, a cuenta del presunto genocidio del Tibet. Los chinos, en lugar de responder a lo gringo, muy irritados, amenazan en serio y recuerdan que tienen el veinte por ciento de la deuda española. Así que el gobierno, en efecto, ha dado un bote y ha rendido completa pleitesía a los barandas del momento. Este mismo gobierno se niega a extraditar a presuntos torturadores de la dictadura para su procesamiento en la Argentina. Menos mal que los chinos parecen darse por contentos con que España se olvide para siempre de la jurisdicción penal universal y no pide que le extraditen a los juececillos que han osado acusar a sus geniales timoneles. Porque, dados el terror y la sumisión de nuestro gobierno, no sé lo que haría. Sumisión, tercera ese negra de este sistema que hace aguas.