¿Por qué no la hay en Grecia, en Portugal, en España? Vivimos un ataque en toda regla del capital, no solamente contra los trabajadores sino contra porciones muy importantes de las clases medias. Pequeños empresarios ahogados, condenados al cierre y quizá a la proletarización. Y toca también hasta medianos empresarios.
El capital ha recuperado el control del Estado, puesto al servicio de la clase capitalista, de la oligarquía financiera disfrazada de mercados. Se acabó la pantomima del Estado del bienestar que, en el fondo, era puro socialismo subrepticio, sectores públicos hipertrofiados, burocracias, montañas de funcionarios, seguridad por doquier, gasto público, salarios altos y, entre tanto, beneficios, ganancias, plusvalías, planos cuando no descendentes. Había que reaccionar.
Y el capital reaccionó. Primero barrió todas las empresas públicas industriales o mercantiles, todos los monopolios, energía, telecomunicaciones, tabacos, minería, todo. Luego fue por los servicios públicos, correos, transportes, sanidad, etc. Por último quiere arrasar la administración misma. Por eso carga con especial saña contra los funcionarios. Tras haber reducido a los obreros a una situación de desamparo con pérdida casi total de sus derechos y una administración de justicia innacesible y hostil, ahora quiere asimilarles a los funcionarios, esos trabajadores muchos de los cuales se hicieron la ilusión de ser eso, "clases medias". Una vez proletarizados los funcionarios, asustados los parados, aterrorizados los pensionistas y maniatados los trabajadores, será el reino del capital sobre una población atemorizada, pendiente de la benevolencia de los gobernantes pero no de la seguridad jurídica y la garantía de la ley y los tribunales.
Frente a esa situación, en efecto, ¿por qué no hay una revolución?
Porque si por revolución entendemos alguna o algunas de las que se dieron en el pasado, es imposible. El Estado ha perfeccionado sus medios de represión y hecho impensable cualquier movimiento insurreccional, clandestino y mucho menos armado. Y sin armas no hay revoluciones, exceptuada, se dice, la India, y olvidando que no fue una revolución sino una liberación nacional. Lo que hubo de revolución en la guerra civil española vino del hecho originario de armar a las milicias. Si el gobierno de la República no hubiera repartido las armas, aun a regañadientes, la guerra hubiera durado unos meses, quizá semanas, porque Madrid habría caído.
Pero la capacidad represiva del Estado hoy es inmensa. Todos nuestros Estados reconocen el derecho al secreto de las comunicaciones, pero todos controlan los teléfonos cuando quieren, con o sin mandato judicial. Y lo hacen con aterradora precisión, gracias a los sistemas utilizados en la telefonía móvil que es por donde nos comunicamos. Nuestras ciudades están llenas de cámaras de vídeo. Vivimos observados en pantallas. Es por nuestra seguridad, sin duda, pero también por nuestra inseguridad. El Estado rastrea ya la red, cada vez con mayor eficacia, vigila todos sus movimientos e intercambios y, muy probablemente, tiene el ciberespacio plagado de agentes y espías infiltrados en donde quiere. La batalla se da en la red. Pero la red es pública y la policía está tan al tanto de lo que sucede como quienes lo preparan. La actuación normalmente hostigante y generalmente desorbitada de las fuerzas de seguridad en Madrid, Barcelona, etc muestra una concepción del orden público represiva, dura, autoritaria, intimidatoria. La policía sabe que quedará impune porque los poderes públicos la amparan, y si actúa ilegalmente (no mostrando placas de identificación, por ejemplo) o se sobrepasa, la justicia le será favorable y, cuando no lo fuere, el gobierno acudirá en su socorro e indultará a los condenados.
Y, además de la represión violenta, el Estado ha perfeccionado igualmente su justificación ideológica. El control casi absoluto y la manipulación de la inmensa mayoría de los medios de comunicación, públicos y privados (pues apenas sobrevive algún bastión crítico) garantizan la machacona repetición de la ideología oficial o pensamiento único (Ramonet). Los medios son literalmente aparatos de propaganda del gobierno, especialmente los públicos. Y la censura y/o silencio de los discrepantes, casi total.
La Iglesia es de mucha ayuda pues no solamente ha abandonado la actitud de bronca continua frente al gobierno socialista sino que apoya con fervor religioso de multitudes todas las medidas del actual. Es más, las inspira. Qué digo "inspira": las dicta. Ideología es y de la más retrógrada, la desaparición de la Educación para la ciudadanía, el retorno de la religión, la discriminación por sexos y el privilegio de la enseñanza privada concertada frente a la pública, en trance de luchar por la supervivencia. El ataque a la educación se ceba en las Universidades, centros de fabricación de doctrinas pérfidas, socializantes, cuando no socialistas, último reducto crítico, funcionarios del pensamiento con los que hay que acabar: castigo a las Universidades públicas y a privatizarlas, hasta que estén al servicio del capital.
Junto a la Iglesia, cómo no, los empresarios, con una política y un discurso público que cabe calificar de terror psicológico. Todo cuanto dicen trata de acercar más la condición de los trabajadores a la de la esclavitud. Para legitimarse pagan universidades, fundaciones, think tanks en los que se justifican estas doctrinas y se elaboran otras siempre en la misma dirección de dejar el mercado a su mal aire, en lo más parecido a la ley de la selva y libre de esas odiosas regulaciones que no son sino las leyes que protegen los derechos de los más débiles.
En estas condiciones, la revolución puede volver a gritar orgullosa, como en el escrito de Rosa Luxemburg sobre la revolución de Berlín de 1919, ¡fui, soy y seré!. Sin olvidar que se trataba de una derrota. Como la de ahora.
(La imagen es una foto de chris.corwin, bajo licencia Creative Commons).