Ya está el prodigio de clarividencia, el señor de los hilillos, el hombre previsible en Bruselas diciendo esas altisonantes vaguedades y perogrulladas que nadie escucha en Europa y que La Razón vende en España como si fueran la milenaria sabiduría de Confucio. Como siempre, sus declaraciones desconciertan a quienes recuerdan las anteriores. Por fortuna para él eso solo pasa con sus incondicionales de la prensa carcunda en España porque, fuera de ella, que Rajoy hable o deje de hacerlo es indiferente. De tal modo acabamos de enterarnos de que ahora se opone a que haya una inyección directa de fondos europeos en la banca española, cosa por la que parecía dispuesto a partirse el pecho hace 24 horas. Le ha llevado más de una semana comprender que la idea no es del gusto de Merkel, su faro, luz y guía.
Va de estadista decidido y hombre de ideas pero nadie ignora que carece de ellas y expone confusamente las escasas que tiene. Su posición en el cónclave europeo es harto incómoda. O lo sería para alguien que tuviera algo más de sensibilidad: representa un país arruinado por la torpe y delictiva gestión de sus élites dominantes; es pobre. Acude de solicitante a una reunión de Epulones que lo miran con desconfianza porque están hartos de no saber qué quiere; es pedigüeño. Es insistente y contumaz, o sea difícil de soportar; es pesado. Y, por último, no sabe ni lo que dice; es un panoli. La prueba del nueve es sencilla: invoca el discurso de la austeridad germánica que gusta a Merkel, pero está interesado en que triunfen las tesis de Hollande a las que, sin embargo, él se opone en España, de forma que aplica exactamente las políticas contrarias a las que su propia acción exterior demuestra que son las convenientes para su país.
(La imagen es una foto de La Moncloa en el dominio público).